En tiempos de crisis hay gente que abandona el barco en el cual había decidido navegar, especialmente en el mar de las ideas, de las doctrinas y de los principios de partido. Pero no todos abordan ese barco, el partido, por dichas causas idealistas, algunos lo hacen buscando realmente el propio provecho, o bien una mezcla indeterminada de ambas causales.
El problema es que frente o cerca de la batalla contra los adversarios, y las cosas no pintan como se deseaba, sea en la visión o el interés personal, hay quienes abandonan el barco, renuncian. Todos los partidos enfrentan la misma problemática: cómo tratar las renuncias en tiempos de crisis.
¿Cómo podemos calificar las renuncias al partido en esos casos? No podemos hacer tabla rasa, pues el asunto es, precisamente, casuístico. Hay casos muy particulares y reiterativos en los partidos.
Un militante que vislumbra un cambio de rumbo de la conducción de la nave, que a su juicio se aleja de lo “debido”, y si ese cambio no es digamos momentáneo, sino a mayor plazo, renunciará al partido, intentando ser congruente consigo mismo: “su” partido deja de ser, a su juicio, lo que era.
Correcta o no su apreciación, lo importante es que exista un convencimiento auténtico, no interesado, de que así son las cosas. ¿Se puede condenar a alguien así, aún pensado que su visión de las cosas es errónea? Creo que no.
Hay otros casos en los cuales la renuncia al partido proviene de ver frustrado su futuro político inmediato. Hay muchas de estas renuncias: “yo debía ser el candidato, pero la dirigencia pasó sobre mi hoja de servicio, sobre mis aportaciones y sobre la expectativa de los votantes ¡me voy!”.
Quienes así dejan el barco pueden hacer dos cosas, dependiendo de su personal interpretación (o falta de ella) de lealtades mutuas entre dirigencia y militante. Una de ellas es irse a casa, y esperar o simplemente dejar la política como una etapa de vida terminada, al menos por un tiempo.
Otros renunciantes, con toda su frustración y enojo, hasta ira encima, se pasan al lado contrario, y combaten a quienes eran sus compañeros de armas, de ideales (o de intereses). Esta actitud desborda el asunto de la renuncia, y confundiendo a la dirigencia en turno con el partido (la parte por el todo), se vuelven enemigos declarados y activos. No necesariamente se identifican con la nueva nave que abordan, pero la ven como un refugio.
En la historia del panismo ha habido de todo, desde fundadores que consideraron que lo que entonces se llamaba “neopanismo” alejaba al PAN de sus orígenes, hasta quienes veían que, para continuar una vida cívica propuesta, era necesario dejar atrás una etiqueta de militante. Creo que aquí puedo ejemplificar con el padre de Felipe Calderón, Don Luis Calderón Vega, y con Carlos Castillo Peraza, ambos amigos míos en vida.
Estos renunciantes y otros más en el caso, no dejaron de identificarse con la doctrina del partido que dejaban, seguirían activos en las mismas líneas de pensamiento, pero en otros ámbitos de actividad, como la docencia, el periodismo de opinión o la asesoría política y/o de administración pública.
Lamentablemente, hubo renuncias al panismo manifestadas como resultado de cambios de rumbo, pero en que los renunciantes no tardaron en sumarse a corrientes de pensamiento no sólo divergentes, sino contrarias. Quienes militaban en el partido de la defensa de la vida y de la familia (el PAN), se incorporaron activamente a un partido en la práctica defensor de la cultura de la muerte, del homosexualismo y del abandono de la familia “tradicional”, que ve “obsoleta”.
En plena crisis de praxis partidista, y con gran frustración por decisiones clave no compartidas, hay militantes a quienes tienta la idea de renunciar a su amado partido, algunos lo hacen y otros no.
Cuando no se está de acuerdo con la dirigencia en turno, creo que lo prudente se llama paciencia: las dirigencias o grupos políticos internos pasan o reorientan el rumbo; los partidos, las organizaciones, quedan, perviven; pienso que hay que esperar.
Lo grave, lo inaceptable, desde el punto de vista de lealtades, tanto a los ideales como a las organizaciones, es saltar del barco y volverse su enemigo por desacuerdos con el capitán y su plana mayor. Hay quienes lo hacen por motivos altamente temperamentales (que eventualmente los llevarán al arrepentimiento) y otros por ver frustrado el logro de sus muy personales intereses.
De nuevo, no se puede hacer tabla rasa con los renunciantes, los casos y las causas difieren. Cada militante desilusionado con la crisis vivida, a su juicio mal llevada, debe tener paciencia, anteponer la lealtad hacia el ideal, al partido, sobre la antipatía a la dirigencia con la que disienten.
Juzgar a los renunciantes en tiempos de crisis no es siempre un ejercicio sano, imparcial, pero muchas veces el tiempo, a veces sólo un poco de él, dirá lo que parece ser la verdad detrás de la renuncia. Algunos renunciantes regresan a casa.
En cualquier caso, lo ideal es que quien difiere del actuar, del decidir de su dirigencia, espere, y la vida institucional podrá cambiar hacia donde él deseaba y desea que deba dirigirse. La lealtad, en este caso, se hermana con la paciencia.
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