Nuestros Hamlets mexicanos

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Ganamos. Lo capturamos y está bien encerrado… ¿Bien guardado? ¿Ahora qué hacemos? Ante el compromiso que la victoria implica, nacen las dudas. Atrapado el criminal, ¿hemos de truncar el proceso lógico y renunciar a cumplir lo que sigue? El dilema es simple. Lo evidente es retener al reo, juzgarlo en México, sentenciarlo y consignarlo a la prisión más segura donde purgará los miles de asesinatos, secuestros, fraudes millonarios y demás crímenes. Pero hay demasiados fantasmas que rondan al asunto, cuestionando tal decisión, sencilla y directa, transformándola en problema.

¿Y nuestra capacidad carcelaria? Se dice que nosotros nunca sabríamos retener a la presa que dos veces se nos ha escapado. Sus argucias siempre nos superarán. Ahora sí, que no tendríamos perdón de Dios.

Sería más inteligente entregar al criminal a quienes mejor sabrán ajusticiarlo, a los que lo condenarán a purgar su merecida pena en prisiones de mucha más alta seguridad que las nuestras. Aunque fuera en tierra extraña, la victoria que nos hemos anotado estaría garantizada.

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Es claro que no sabemos qué hacer con nuestro éxito. Nuestra mermada condición nos lastra. La corrupción y el desprestigio que todo el mundo conoce todo lo deslava. Nacimos para la derrota, no para el éxito. No basta querer. Hay que querer poder. El dilema es hamletiano. La conciencia de posibles desaciertos nos acobarda. El miedo se sobrepone, se esfuma el honor. Atravesada la duda, la fuerza fallece en la confusión.

La autoridad vacila ante el temor de un ridículo y se urden pretextos para recubrir la incapacidad ante la opinión pública. Se dice que no hay que exponerse al peligro de tomar las riendas de la situación. Los comentaristas abundan aconsejando cautela y extradición. El ostentoso machismo del himno nacional y los abrazos en la sala de la Cancillería se esfuman.

Proponer que la aplicación de la justicia la hagan tribunales de otro país revela miedo, debilidad de carácter y la atávica tendencia de buscar al poderoso, que se ofrece a salvarnos, sustituirnos, en la tarea que sólo a nosotros corresponde, de aplicar nuestras leyes e imponer retribución al que ha delinquido aquí, en nuestro país. Muertes, secuestros y demás horrores practicadas en nuestro suelo esperan respuestas nuestras, antes que las de otros agraviados.

Pero se aconseja relegar la inalienable responsabilidad de la nación, por no poder ésta con ella. En el extranjero hay seguridad, hay justicia. Aquí, no.

No hay duda. El reo debe ser procesado bajo las leyes mexicanas con aplicación de las penas respectivas. Decidir que es más sabio dejar a la autoridad norteamericana, supuestamente segura, equitativa e intachable, juzgar los horrores criminales cometidos en México es admitir y anunciar que la judicatura mexicana es total e irremisiblemente corrupta y desconfiable.

La ejecución por parte de los militares de toda la estrategia diligentemente diseñada, preparada y astutamente ejecutada a través de los servicios de inteligencia, fue ejemplar y merecedora del respecto que han cosechado las Fuerzas Armadas mexicanas. Al esfuerzo realizado por las Fuerzas Armadas mexicanas, que arriesgaron sus vidas en el cumplimiento de su deber, corresponde ahora la tarea de las autoridades judiciales de recoger en su desempeño el mismo grado de reconocimiento nacional.

El gobierno no debe permitir que nadie dude, ni dentro ni fuera del país, del patriotismo y rigor profesional de cualquiera de las instituciones que lo componen. El deber que ahora toca a las agencias de investigación y a los tribunales es el de realizar su crítica misión con intachable honestidad y lealtad a la patria, completando así la tarea ya cumplida por las fuerzas del orden.

De no ser así, más valdrá dejar suelto al país a la criminalidad y a la liberación de las drogas para que siga dividido entre asesinos, secuestradores y sus empavorecidas víctimas.

Hay que corregir nuestras reprochables inercias y entender que el episodio de El Chapo es ocasión para corregir nuestras inercias negativas y renovar nuestro espíritu patrio. Los tiempos no admiten dudar.


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