No ambiciones lo que no mereces

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Por: Manuel Gómez Morin

Aspirar a un cargo exige una previa reflexión ética. ¿Soy el indicado? ¿Estoy capacitado para desempeñarlo? ¿Corresponden mis atributos a los requerimientos de las responsabilidades a asumir? Se trata de cumplir deberes, no de gozar de privilegios. Estas obligaciones tan sencillas y de sentido común no son siempre acatadas en las democracias. Los políticos nos percibimos a nosotros mismos con merecimientos para diversas tareas. Ahí está una falla frecuente y dañina: los filtros democráticos están horadados. Por ellos transitan personajes descalificados con los consecuentes perjuicios. Afortunadamente no es la generalidad.

Los regímenes autoritarios, en contraste, presumen de ser eficaces. Han diseñado mecanismos de selección sustentados en la medición de méritos, lo que dicen, permite que haya servidores públicos más idóneos. En nuestro caso, es evidente la mediocridad e incapacidad en la administración pública, pero es aún más notorio en el Poder Legislativo.

Es difícil definir los requisitos para ser representante popular. Desde luego, debe haber un principio de identidad con los electores, pero también cierta preparación para entender lo complejo de sus funciones. En el Poder Ejecutivo se elige a una persona. El Poder Legislativo debe ser un conglomerado que representa a todo un pueblo.

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Solo señalo algunas pinceladas para destacar ciertos momentos históricos. La primera legislatura (1857-1861) se integró a los más preclaros mexicanos, respaldados por sus cualidades intelectuales y morales. Porfirio Díaz fue cuidadoso para seleccionar personajes que le daban decoro a ambas cámaras. La XXVI Legislatura (1912), con Francisco I. Madero y disuelta un año después por Victoriano Huerta, está considerada por los historiadores como la más brillante por sus conspicuas individualidades. Podríamos definir el periodo 1917-1997 como de dependencia. Sin embargo, siempre hubo un grupo parlamentario que protagonizaba el debate, vigorizado a partir de 1946 con el arribo de los primeros diputados del Partido Acción Nacional. El primero de septiembre de 1997 se instaló la LVII Legislatura. Iniciaba, según los analistas, un auténtico poder legislativo al terminar la hegemonía del partido oficial. El acontecimiento despertó grandes expectativas. Sí, se acababa la sumisión. Se emprendía la función de ser control de poder, vigilante, censor, contrapeso. En algunos momentos se llegó al exceso. En lugar de ser necesaria oposición, devino obstrucción a reformas indispensables para el desarrollo del país.

El mayor problema fue cuando nos alcanzó la ley del hierro de la oligarquía, como la denominó hace más de cien años, Robert Michels, la cual podríamos llamar también la perversa maldición que pesa sobre los partidos políticos: “dejar de ser medio para alcanzar determinados objetivos socioeconómicos para transformarse en un fin en sí mismo”. Se soslaya el deber de postular a quienes puedan defender ideas, dándole prioridad a quienes es conveniente sumar a causas políticas individuales o bien ofrecen más posibilidades de éxitos electorales.

Al partido en el poder le preocupa lo cuantitativo, no lo cualitativo. Su propósito es alcanzar una mayoría disciplinada que ahogue cualquier intento de racionalizar y moralizar la política en todas sus vertientes. A falta de argumentos utiliza lo que le ha sido útil: el grito, la insolencia, la descalificación.

Ha concluido prácticamente el proceso de selección de candidatos. No tiene caso seguir abundando en lo que pudo haber sido y no fue. Confieso que con denuedo y acudiendo a todas las instancias, logré ser postulado por el PAN por ambas vías. Lo que hay que hacer se impone con claridad. Prepararse, hacer política, sensibilizar a la ciudadanía y, si nos da su voto, parlamentar en serio que, para parlar, están las mañaneras.

Jean Paul Sartre escribe: “La única forma de aprender es discutir (…) un hombre no es nada si no discute”.


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