Matar periodistas

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A la memoria de Anabel Flores Salazar †.

Hay actividades humanas que atraen la muerte, y la atraen porque señalar el mal enfurece a los malvados. Así sucede con los mártires caídos por sostenerse en su religión. Igual acontece a los buenos políticos que buscan la justicia frente al tirano, al usurpador del poder. Así sucede con quienes predican el bien, lo que disgusta a quienes hacen el mal. Y pasa también con los periodistas que reseñan los crímenes cometidos por el poder, sea este formal, económico o delincuencial.

Se dice que el periodismo se ha convertido en un oficio muy peligroso, pero en realidad no es así. Siempre lo ha sido, aunque a veces la saña del maldito es peor en ciertos momentos o lugares. Decir la verdad, publicitar el bien, puede ser causa de muerte. Por eso los malos judíos lograron matar a Jesús de Nazaret. Por su verdad, por llamarles sepulcros blanqueados, hipócritas, por ponerlos en evidencia en su falso amor a Dios. Lo que no imaginaban era su resurrección.

Un periodista no solamente corre riesgos vitales cuando señala el mal, sino cuando simplemente dice la verdad, cuando señala el camino humano que permite la convivencia social y el progreso. El villano no soporta que por el simple hecho de señalar el cómo se hace el bien, se le ponga en evidencia de que practica lo contrario.

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Pero cuando el periodista relata los hechos de maldad, aquello que aviva el malestar social y la repugnancia por la violación persistente de la ley, por el abuso del poder, venga de quien lo tenga, en el Estado o fuera de la ley, el enojo del maldito arroja sentencias de muerte sobre ese informador.

Peor aún sucede cuando el periodista señala culpables, responsables de daños y delitos cometidos por la gente del poder: “¡usted es responsable de este crimen, señor gobernador!” por ejemplo. La venganza es la orden de dañar, secuestrar, torturar y matar a quien lo señala.

El error que cometen quienes mandan matar a los periodistas que los exhiben en su maldad, es creer que matando a uno o más de quienes reportan, comentan y critican sus delitos, callarán las voces y paralizarán las plumas. Como sucede con los mártires, su sangre es abono de nuevos valientes.

Los periodistas convertidos en defensores de la sociedad los habrá siempre, aún en las peores dictaduras, y así lo atestigua la historia. Matar un periodista por decir la verdad de un mal gobierno, o de un indebido dominio de ricos y criminales, no callan otras voces, al contrario. Quienes sienten vocación de defensores de la sociedad en el periodismo, encienden nuevo vigor al ver asesinar a uno de los suyos.

¡Cuídate!, dicen los familiares y amigos al comunicador que ven en peligro, pero en realidad lo que le piden es que ya enmudezca, que ya no diga nada. Pero él no les hará caso, y por más cuidadoso que sea en la forma de comunicar el mal social, el abuso del poder y el crimen cometido, la sentencia de muerte pende sobre su cabeza.

Matar periodistas enciende la sangre de los ciudadanos, en vez de intimidarlos.

Quienes mandan matar periodistas no entienden que el tiro les sale por la culata, no prevén que el escándalo será peor que el daño señalado a la sociedad por el sacrificado. No miden la repercusión en la prensa nacional e internacional, y así, en vez de callar una voz para siempre, consiguen que muchas voces digan lo que ya no pudo decir el inmolado.

¿Y el Estado, qué hace? La sociedad pide algo imposible: proteger a los periodistas en riesgo, pero no hay suficientes protectores profesionales para cuidarlos a todos, aunque sí a unos cuantos, los más expuestos, siempre y cuando sean de los más notables. El humilde periodista de un medio modesto de comunicación es el más desprotegido. La mayoría de los periodistas asesinados son de este grupo.

Pero si el Estado con su policía no puede cuidarles las espaldas a todos ¿qué se puede hacer? Los administradores del poder público deben redoblar esfuerzos para hacer justicia, para reducir a los delincuentes asesinos, tanto los incrustados en las estructuras de gobierno como de los capos de la delincuencia que operan desde la criminalidad, sea en la llamada delincuencia organizada o en pequeños cotos de poder económico-delincuencial.

¿Qué puede hacer la población enardecida por el asesinato de quienes ven como sus voceros, los periodistas que publican la verdad de los hechos? Presionar a la autoridad responsable para que se aboque, le guste o no, a la persecución de autores materiales y sobre todo “intelectuales” de los homicidios: “¡ya basta de muertes!”, es un grito que no se debe apagar.

En general, no es difícil centrarse en los probables responsables. ¿A quién o quienes perjudica la labor informativa de tal periodista? No es difícil deducirlo.

La persecución del delito es en principio la única defensa de miles de periodistas de prensa escrita, radial, televisiva o digital. La presión del gremio sobre las autoridades debe ser tan grande y persistente como sea necesario, así como de las organizaciones de la sociedad civil, de la academia y de las entidades políticas.

Lamentablemente el asesinato de periodistas en defensa de la verdad no se acabará, pero la sociedad y el Estado deben hacer todo lo que esté a su alcance para reducirlo. Y el ciudadano debe también persistentemente exigir justicia, apoyar en lo que pueda a la familia y compañeros del sacrificado, y en el ejercicio de su religiosidad, pedir la ayuda divina.


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