Los mitos de la Revolución Francesa

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Por: Salvador Abascal Carranza

El pasado 14 de julio se conmemoró un año más de la Revolución Francesa. Muchos mitos se han difundido desde entonces; el principal de ellos dice que la Revolución Francesa es el antecedente de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948  y, de ahí, la difusión de los mismos en todo el mundo.

Nada más erróneo. En primer lugar, el antecedente más remoto de un documento que hable de los auténticos derechos humanos, lo encontramos en la España del siglo XVI, pero su explicación la dejaré para un artículo posterior, con motivo de los 500 años del encuentro de dos culturas. Volviendo a nuestro tema de hoy: La Déclaration Universelle des Droits Humains et du Citoyen, es una declaración engañosa. ¿Por qué me atrevo a afirmar esto?

  1. No es una declaración universal

No lo es, porque un país, por más importante que sea, no puede arrogarse el derecho de hacer una declaración por toda la humanidad.  Algunos dicen que es un avance; yo diría que es un intento de imponerle al mundo una visión estrecha de una Asamblea Constituyente, también estrecha. En los nacientes Estados Unidos, en 1776, los Padres Fundadores emiten un documento similar, dirigido “Al Buen Pueblo de Virginia”  Lo que sigue aclarará mejor las ideas.

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  1. No de todos los derechos humanos

Más de la mitad de la humanidad queda excluida del goce de los “derechos” que la Asamblea revolucionaria pretende que sean universales. ¿Por qué digo esto? Un buen día, en el París de 1792, una señora de clase media, mujer culta, se presentó en la Asamblea Nacional, deseando hablar con el jefe de los jacobinos, Saint Just, quien era a su vez el presidente de la Asamblea. Le preguntó algo muy de sentido común: La declaración expresa que los derechos corresponden a los hombres (Droites del Homme et du Citoyen). ¿Se refiere a la humanidad (l’Humanité) que incluye a las mujeres, o sólo al varón? La respuesta fue tajante: no señora, no se equivoque, dichos derechos se refieren al varón, al hombre, porque es el que paga impuestos. La mujer no produce nada, entonces no tiene derechos (ni los niños, ni los ancianos, agrego yo, por la misma condición). La mujer que fue a hablar con Saint Just es conocida en la historia como Madame Roland. Aquella que dijo, cuando iba a ser decapitada por la guillotina: “¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”

 

  1. No son del ciudadano

Otra valiente mujer, Olympe de Gouges, se presentó también para despejar sus dudas sobre el sexo (no género) al que debían pertenecer los titulares de los “derechos humanos”. La respuesta fue la misma, con el mismo argumento de considerar como “ciudadanos” solamente a los varones, pero únicamente a aquellos que contribuyen al sostenimiento del Estado.

Como resultado de su decepción, Olympe de Gouges escribió una especie de declaración, que intitula Les Droits de la Femme, Los Derechos de la Mujer, aunque, en realidad, es una especie de “edición” y adición a la Declaración comentada. Por ejemplo, en el artículo I. Ahí donde dice “los hombres nacen libres…” O. G- añade: “La Mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos…”. En el artículo V. Olympe revela su preparación y sus principios: “Las leyes de la naturaleza y de la razón prohíben todas las acciones dañinas a la sociedad; todo aquello que no está prohibido por esas leyes sabias y divinas, no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ellas no ordenan”  Artículo X: “Nadie debe ser molestado por sus opiniones (incluso religiosas); y si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso: ella debe tener, igualmente, el derecho de subir a la tribuna”*.

Si vamos un poco atrás, en el Preámbulo de su propuesta, O. G. empieza diciendo: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Es una mujer quien te lo pregunta; tú no le negarás, por lo menos, ese derecho. Dime, ¿quién te ha dado el soberano imperio de oprimir a mi sexo? ¿Tu fuerza? ¿Tus talentos? Observa al Creador en su sabiduría; recorre la naturaleza en su grandeza, de la cual pareces querer aproximarte, y dame, si osas, un ejemplo de ese imperio tiránico […] y ríndete a la evidencia; investiga, busca y distingue, si puedes hacerlo, a los sexos en la administración de la naturaleza. En todas partes los encontrarás fundidos, en todas partes ellos cooperan en un conjunto harmonioso en esta obra maestra e inmortal”* (Sophie Mousset, Olympe de Gouges et les Droits de la Femme, Agora Pocket, Paris, 2007, pp. 85-91)*.

Así como pasó por la guillotina Madame Roland, tiempo después le tocó el mismo destino a Olympe de Gouges. Como la primera, ella también deja un testimonio de lo que pensaba en esos momentos, antes de ser ejecutada: “Soy mujer, tengo miedo a la muerte, temo al suplicio que me imponen, pero no tengo ninguna confesión que hacerles. Es mi hijo quien me inspira el coraje. Morir por el cumplimiento del deber, es prolongar mi maternidad más allá de la tumba” (Op. Cit. p. 119)*.

Veamos ahora otros mitos (son tantos, que necesitaría un libro para plasmar la mayoría de ellos). Los más conocidos son, por ejemplo, el lema de la Revolución Francesa: Liberté, Égalité, Fraternité.

Libertad, que sólo disfrutaban los que se hicieron con el poder (aunque después perderían la vida en la guillotina). La guillotina funcionaba noche y día, y se mataba al sospechoso de antirrevolucionario, como en todas las revoluciones. Igualdad, sólo para los revolucionarios, los cuales clasificaban a los ciudadanos en puros e impuros, método que hizo posible que mataran “fraternalmente a miles de ciudadanos, y entre ellos mismos. El terror como Fraternidad.

Por si fuera poco, el primer genocidio de la historia moderna tuvo como víctimas a los católicos de la Véndée. Casi nadie lo sabe. Es un acontecimiento sobre el que se ha echado una capa de silencio.

Las cifras de los asesinados por los revolucionarios, en el genocidio de la Véndée, varían desde los 400,000 estimados por el demógrafo Pierre Chaunu, a los 117,000 que ha documentado Reynald Secher, en su libro La Véndée-Vengé, Le génocide franco-francais.

La carta del Comandante de las fuerzas revolucionarias, M. Westermann, es un documento histórico invaluable por terrorífico, helo aquí: “Ya no existe la Véndée. Ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus niños. Acabo de enterrarlos en la marisma de Savenay. He aplastado a los niños bajo los cascos de mis caballos, masacrando a las mujeres que ya no alumbrarán a más bandidos. No tengo un prisionero que reprocharme. He exterminado todo… los caminos están sembrados de cadáveres. Hay tantos, que en algunos puntos forman pirámides”*.

*Traducción libre del francés, del autor de este artículo.


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