La discusión pública en México tiende a volver más importantes los casos particulares que las situaciones generales que hacen que aquéllos sean posibles.
En otros países se da un enfoque distinto. Por ejemplo, en Estados Unidos, el caso Ferguson recibió una gran atención mediática, pero pronto fue opacado por un debate nacional sobre la persistencia del racismo y la actuación de los cuerpos policiacos, temas centrales de la trama.
En cambio aquí, sin afán de generalizar, hay dos casos recientes en que un hecho de relevancia se discute de manera casi aislada de la realidad social en que se produjo.
El primero de ellos es Ayotzinapa, en el que la desaparición de los normalistas no propició un debate nacional sobre el tema. Ni siquiera a nivel Guerrero.
Luego de que la búsqueda de los estudiantes desentrañó la tragedia de la ausencia de decenas de personas en la zona de Iguala, los parientes de muchas de éstas tuvieron que luchar para abrirse un espacio en los medios, a pesar de que esos casos rebasaban en número al de los normalistas.
Curiosamente, el caso Iguala sí provocó una discusión nacional sobre la calidad de las policías municipales, y hasta sobre el estado de las normales.
Y digo curiosamente porque hasta ahora los familiares de los normalistas han rechazado la idea de que simbiosis policías municipales-crimen organizado sea la trama central de esa tragedia (“Fue el Estado”).
Luego de un año y medio de los hechos de Iguala, el caso Ayotzinapa no ha conseguido ser un catalizador de la toma de conciencia de las desapariciones en el país, que se ha tenido que abrir camino de forma separada, sobre todo gracias a la labor de organizaciones sociales que llevan años denunciando la situación general.
Algo similar ha ocurrido con los espantosos hechos del fraccionamiento Costa de Oro, en el municipio veracruzano de Boca del Río.
El secuestro y violación de una jovencita que salía de una discoteca por parte de cuatro estudiantes de familia acomodada –conocidos como Los Porkys– ha dado lugar a una discusión en la que el abuso sexual contra las mujeres ha tomado, en muchos casos, el asiento trasero frente a los señalamientos como la prepotencia de la casta conocida como los mirreyes o el desgobierno del estado de Veracruz o las conexiones políticas de los padres de esos delincuentes confesos, dos de los cuales huyeron del país para evitar las consecuencias de sus actos.
Sé que no soy nadie para juzgar a alguien que vive la tragedia de que su hija sea subida a un auto contra su voluntad, incomunicada y violada, pero aún no entiendo cómo el padre de esta jovencita aceptó, como reparación del daño, que Los Porkys se disculparan con ella y fueran a terapia.
El tema central que yo veo en esta espantosa historia es la violencia de género que, de acuerdo con la ONU, es la peor que se da en el mundo (Excélsior, 25/XII/2011).
Según estimaciones de la Secretaría de Salud, se cometen 120 mil violaciones en México cada año. Y, de esas, se denuncia menos de 10% y apenas 2% se castiga con pena corporal.
¿Qué quiere decir eso? Que en el delito de violación hay una enorme e intolerable impunidad.
Por eso, para mí, el tema no es que Los Porkys sean unos juniors prepotentes que viven en su propia dimensión ni que el estado de Veracruz se haya descompuesto bajo la conducción del PRI –ambas cosas ciertas– sino que violar a una mujer en este país es un delito por el que 98 de cada cien violadores no pagan. No importa que sean mirreyes o habitantes de un cinturón de miseria, esa es la realidad.
Así como la politización del caso Ayotzinapa nos alejó del drama de las desapariciones en el país –acaba de aparecer una fosa con cuerpos en Colima, pero ¿quién levantó una ceja?–, no debiéramos dejar que la discusión del caso Costa de Oro nos distraiga de la situación general de la violencia sexual en el país, donde 47% de las mujeres en México ha sufrido agresiones (Excélsior, 14/II/2013).
Tanto en el caso de las desapariciones como en el de las violaciones, no se olvide, el combustible se llama impunidad.
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