Las fuerzas armadas son las instituciones más sólidas del Estado mexicano. Su servicio escalafonario de carrera, su orden y disciplina, su eficacia, muchas cosas las distinguen. Si se les ve como áreas administrativas y se les evalúa en el contexto de la cosa pública —maniatada por laberintos burocráticos y corrupción— es natural que destaquen en obediencia y diligencia, cualidades muy buscadas en el estilo personal de gobernar del presidente López Obrador.
El problema es que, en realidad, son mucho más que áreas administrativas. La Sedena y la Semar son muy diferentes a la demás secretarías. Tienen otras normas, poseen armamento y están entrenadas para combatir. Es cierto que también saben auxiliar en catástrofes y que en tal sentido son versátiles, pero no lo es menos que nacieron para pelear guerras y que su esencia no cambia por más que se prolonguen los tiempos de paz. Esa naturaleza bélica hizo a su ADN necesariamente autoritario: si bien en algunos países son formadas en el respeto al régimen democrático, su organización interna es necesariamente vertical, alérgica a deliberaciones colectivas y sujeta al acatamiento de órdenes. Y por todo ello no es saludable, ni para la democracia ni para ellas mismas, que hagan política.
Que en México se haya metido a la milicia a hacer labores policiacas fue —lo expresé públicamente en su momento— un error de Calderón. Pero que se le mantenga en esas funciones y se le asigne además una miscelánea de tareas ajenas a sus responsabilidades primordiales es una gran equivocación de AMLO que exacerba el despropósito que antes condenó. Quien exigía que los soldados regresaran a los cuarteles acabó mandándolos a todas partes menos ahí. Quiere que sigan en función de policías porque su lealtad es aún mayor que su letalidad y obedecen sus órdenes incluso cuando implican dejarse vejar o liberar al hijo del principal narco tras de un difícil operativo; les encarga subsanar las deficiencias de las dependencias civiles como si pudieran sumar al cuerpo de caballería un elefante reumático galopante.
Pero yo encuentro un factor adicional que empuja a AMLO hacia esa militarización. En su cabeza, como en las de otros gobernantes latinoamericanos de izquierda, rondan los fantasmas de Allende y de Madero. Creo que su temor a un golpe de Estado lo lleva a procurar la cercanía de las fuerzas armadas dándoles más protagonismo y más presupuesto. Doble peligro: tanto poder puede politizar a un Ejército cuya despolitización lo hizo venturosamente distinto al prototipo de América Latina, y tanto dinero puede corromperlo: antes que pueblo, los soldados son seres humanos uniformados. Son hombres y nada de lo humano les es ajeno, como diría Terencio (no AMLO). ¿Para qué carcomer nuestras instituciones más sólidas?
Es difícil no ver el discurso del general secretario (20/11/21) como producto del cortejo castrense del jefe supremo. Amor con amor se paga, con todo y excesos. Una de dos: o AMLO no actúa como estadista al militarizar quehaceres civiles porque piensa en la próxima elección y no en la próxima generación, o quiere ganar las próximas elecciones y dejar un statu quo muy difícil de revertir para que las próximas generaciones vivan bajo la hegemonía de la 4T. Ambas posibilidades son muy preocupantes.

























