La justicia de la segunda oportunidad

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Por cerca de dos siglos y medio, desde la teoría de Beccaria sobre las penas, la humanidad ha creído firmemente que la cárcel es el instrumento más poderoso para la disuasión de los delitos. La prisión no sólo impide que el criminal cometa otros delitos durante el tiempo de cautiverio, sino que también siembra una motivación inhibitoria de las conductas fuera de la ley. Bajo esta perspectiva, las penas, en función de la certeza en su imposición y de su duración, tienden a activar el cálculo racional de los sujetos sobre las consecuencias de sus comportamientos: del criminal y de los que aprenden en cabeza ajena.

Pero el uso intensivo de la cárcel es un fenómeno reciente. Por ejemplo, entre 1992 y 2007, la población carcelaria se duplicó en México y se triplicó en Brasil. En Estados Unidos la población penitenciaria se mantuvo constante entre 1925 y 1973, en el orden de aproximadamente 200 mil internos federales y estatales; en las tres décadas siguientes, la tasa de personas en prisión pasó de 1 por cada 400 en 1970 a 1 por cada 100 en 2007 (a 2012, 1.57 millones de personas). En los últimos 15 años la población penitenciaria mundial se ha incrementado entre un 25 y 30%: cerca de 11 millones de personas se encuentran en algún centro penitenciario, 155 por cada 100 mil, una buena parte en prisión preventiva o en detención administrativa.

Dos factores están en los entretelones del aumento sistemático del encarcelamiento. En primer lugar, la política criminal en contra de la producción, tráfico y consumo de drogas. El consenso internacional para contener la oferta y disuadir la demanda de narcóticos se ha basado en un enfoque esencialmente punitivo: un despliegue cada vez mayor de fuerza coactiva, cárcel como instrumento de incapacitación temporal y, por supuesto, penas más severas o de mayor duración. En segundo lugar, la notable influencia de las teorías económicas de la elección racional y su aplicación en las políticas de cero tolerancia a los delitos, con independencia de su gravedad o de sus efectos relativos en la convivencia social. Según este enfoque, las personas son “consumidores” sensibles al cambio en la estructura de precios de los delitos, de manera tal que a un mayor costo por delinquir (penas más altas) y a una mayor probabilidad de ser aprehendido y sentenciado (mayor efectividad coactiva), más incentivos a cumplir la ley. La política criminal predominante en las últimas tres décadas ha partido de la premisa de que las personas cumplen o violan la ley como resultado de un juicio racional que pondera objetivamente costos y beneficios, a partir de información perfecta y sin otras motivaciones sicológicas, físicas o sociológicas en el ábaco del cálculo personal.

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Sin embargo, nueva evidencia sugiere que buena parte de las decisiones sobre violar o no la ley se encuentran circundadas por un conjunto de realidades criminógenas que debilitan o incluso neutralizan el efecto disuasivo de la amenaza de sanción. No hay aritmética costo-beneficio en el adicto a la heroína que roba una cartera para procurarse la droga o en el joven que en contextos violentos milita en la pandilla y reproduce ciertos comportamientos como instinto de sobrevivencia. La propensión a delinquir es, en muchos de los casos, una variable dependiente de las circunstancias personales y del entorno social, de los déficit asociados a la lotería natural. Y eso, en buena medida, explica que los sistemas de justicia y las cárceles estén repletos de personas en desventaja social: pobres, minorías étnicas, adictos o jóvenes sin oportunidades de futuro.

El modelo de intenso encarcelamiento es insostenible. Reproduce y agrava los factores que inciden en la criminalidad, implica un enorme derroche de recursos (19 mil mdp anuales) y no hay nada que nos permita suponer que ahí radica el remedio para mejorar la seguridad pública. El consenso punitivo se ha fracturado y gana terreno un enfoque orientado a la resolución de los problemas subyacentes al delito, una política criminal que se centra en los factores que incide en la criminalidad y que borda en las alternativas al encarcelamiento masivo: un uso más racional de la prisión preventiva basado en el riesgo objetivo del infractor, programas para desviar hacia mecanismos no penales los delitos menores, sanciones alternativas como el trabajo comunitario o las intervenciones terapéuticas, sistemas transparentes y flexibles de ejecución de penas que permitan sustituciones anticipadas de la prisión bajo esquemas integrales que aseguren la plena reintegración de los sentenciados y, en el corto plazo, un programa de excarcelación y reducción de la población penitenciaria, empezando por las miles de mujeres que sin antecedentes penales han sido acusadas y/o sentenciadas por posesión de drogas sin concurso con delitos violentos, o las miles de personas que esperan sentencia por delitos patrimoniales de baja cuantía.

La justicia, en su sentido ético, es mucho más que el castigo retributivo de un delito. Es la reparación del daño, la restauración de la convivencia y, también, la posibilidad de ofensores y ofendidos de reprogramar su vida. Es la justicia de la segunda oportunidad.


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