La suerte de Dilma Rousseff está echada. Esto no significa que esté irremisiblemente destinada a perder su cargo presidencial. Por el momento, la diosa de la suerte la ha abandonado, pero ella no le niega la teórica posibilidad que el proceso de destitución emprendido por las dos cámaras legislativas la absuelva de los car-gos que sobre Dilma pesan.
El episodio que ahora vive Brasil confirma lo impredecible de la política. A medida que se aguza la vigilancia de la opinión pública y se profesionalizan los grupos de la sociedad civil, esa vulnerabilidad aumenta.
Las fuerzas de oposición que de tiempo atrás rechazaban al partido de Luiz Inácio Lula da Silva restaron fuerzas a la exguerrillera Rousseff para defenderse de una creciente coalición de enemigos. Acosada por noticias de corrupción y negligencias especialmente en su gestión al frente de Petrobras, el debilitamiento de la imagen de la Presidenta se exhibió en el momento más crucial. Sin el carisma encantador de Lula da Silva, su tutor y antecesor, el desesperado intento de éste para salvarla no funcionó.
La estrategia elegida para derrocarla, denunciada como golpe de Estado por Dilma, es profundamente traumática. El enjuiciamiento intercepta la posibilidad de retomar el ritmo de desarrollo que hizo famoso a Brasil durante la administración de Lula. La caída de ese ritmo de crecimiento en 2015 hasta la tasa negativa de 3.8% marcó el final de un periodo de aplaudida expansión como orgulloso campeón de la superación económica latinoamericana.
Pero todo electorado califica a sus gobiernos por su capacidad de atender las necesidades básicas cuantificables en poder de compra salarial, educación y seguridad. Los que festejan el probable enjuiciamiento de Dilma acusándola de llevar la desocupación a un 10% y la inflación al 7%, además de violar leyes fiscales y del presupuesto nacional, dicen que se conjuró el grave peligro de que ella siguiera haciendo estragos en la economía nacional hasta 2018.
El daño autoinfligido que la clase política le recetó a Brasil destruye, sin embargo, elementos valiosos alcanzados por el desarrollo brasileño, como la fama de su moderna economía, su coordinación obrero-patronal y su esforzada clase media.
El paso que el Congreso brasileño dio esta semana lleva al extremo máximo el mecanismo de revocación de mandato en que insisten algunos que promueven reformas constitucionales en México.
Los legisladores brasileños, armados con un fulminante instrumento, asestaron un golpe artero al principio de confianza en que descansa un régimen democrático.
Aun en la improbable eventualidad de la reinstalación de Dilma en la presidencia, reparar el daño ya infligido a la positiva percepción mundial del gigante sudamericano se llevará tiempo. No extraña que lo primero que hizo el presidente interino Michel Temer fue pedir “credibilidad”.
La extendida corrupción que desquicia a Brasil, argumento central que detonó el proceso de enjuiciamiento, tiene que erradicarse. Ello implica asegurarse de la autoridad moral de los que emprendan la limpieza, lo que no es nada claro en los personajes que se instalan en el gobierno para limpiar las cloacas. Ciertamente, sin embargo, la solución a estos males no está en derribar al gobierno.
Durante los próximos 180 días, Brasil estará en manos de un presidente interino. Si pretende efectuar cambios fundamentales en el rumbo del país se abrirán dilemas de compatibilidad entre las políticas y decisiones que válidamente pueda promulgar y los numerosos compromisos inamovibles en materia de pensiones, salud, educación popular o, simplemente, los diseñados para contentar a una hiperconsentida burocracia.
Por el momento, los únicos que encuentran algo atractivo en la coyuntura que se escenifica en la monumental Brasilia son los que ya buscan aprovechar el revuelto río que está a punto de brotar bajo un gobierno que, en contradicción a los de Lula y Dilma, se perfila de empresarios.
Jugar con la Constitución introduciendo mecanismos novedosos tiene su precio. Una institución puede destruir otra. La madurez en la política es imprescindible.
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