El viejo refrán nos dice: “si quieres que hablen bien de ti, muérete”. Aún no terminará de enfriarse el que “pasó a mejor vida” cuando escucharemos comentarios elogiosos sobre su obra y milagros; y aquellos que lo malquerían, porque les debía, o por sus travesuras y trapacerías, guardarán un silencio como el de la tumba que espera al susodicho. Se considera de mal gusto, y abusivo, malhablar de quien ya no puede hablar.
En contrapartida diremos: “si quieres que hablen mal de ti, acepta una candidatura, o cualquier cargo o comisión. ¡Verás lo que es amar a Dios en tierra de infieles!” Los exagerados y costosos elogios quedarán eclipsados por acervas acusaciones, sean fundadas o simplemente difamatorias.
En lo que coincidirán los ciudadanos de cualquier parte del planeta es en que los políticos debiéramos ser siempre candidatos y únicamente candidatos. ¿Por qué? Porque es la etapa maravillosa de los hombres públicos en la que derrochamos gracia y simpatía. El candidato es atento y saludador; siempre cercano a su pueblo; preocupado por lo que le sucede a su comunidad; con propuestas y soluciones para todas las dolencias sociales; se humilla si así procede; si sus negativos suben, propone la República amorosa; le da la razón al ciudadano con el que se cruza, aunque éste diga una sandez; su sonrisa es cautivadora; afirma con voz estentórea que “el pueblo siempre tiene la razón”, y que lo único que lo motiva para “asumir tan honrosa como extenuante responsabilidad” es su acrisolada “vocación de servicio”. Si se le ve el índice de fuego y el rostro encendido por la ira, es porque fustiga a los malvados.
El problema surge cuando se dan los resultados.
Si gana, fue por méritos propios; él sabrá cómo ejercer el cargo y tomar las decisiones; le resultará una monserga escuchar respuestas tontas y reclamos infundados. Sorpresivamente se volverá sordo, soberbio y no pocas veces voraz.
Si pierde, será presa de la amargura y el resentimiento. ¡Lo robaron!, sobornaron a sus representantes de casilla, y ese agravio “el pueblo no lo merece”. Enlodará el proceso y descalificará a las instituciones.
Frente a esos comportamientos la historia registra a políticos con estatura moral superior, que serán ejemplo a seguir. Mujeres y hombres que con su vida dan testimonio de decencia, valor y generosidad.
Si de verdad queremos abatir la pobreza en la que se pierden millones de destinos humanos, que cesen las matanzas que nos horrorizan, y que no haya más tumbas clandestinas, es urgente darle el verdadero significado a la política, entendida como actividad que a todos nos obliga para la generación de bienes públicos.
Los candidatos, los partidos y los ciudadanos debemos lograr que el proceso electoral en marcha sea un juego limpio en el que impere la ley y se materialice la democracia, como presupuesto para la paz y el progreso.
Recordemos que el crimen organizado más nefando es el que se ejecuta desde las instituciones invocando a la ley y al mismo tiempo aniquilando a la justicia.
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