“Jacob ben David”

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A un sabio chino le pidieron su opinión sobre un personaje que vivió 300 años antes, y sin dudarlo respondió: “Es demasiado pronto para hacer sobre él un juicio sereno”.

Cumplidos 100 años de la muerte de don Porfirio es ensalzado por unos, y para otros merece vituperio.

Para Jacobo, que acaba de morir, como para todos los que han dejado huella profunda, no vale el adagio: “Si quieres que hablen bien de ti, muérete”. De él se destacan las oscuras sombras de la larga noche en que se sometió —según sus palabras— “al poder omnívoro y absoluto” que ejercía el gobierno, en un pasado no lejano; como también el talento, la cultura, la disciplina, la pasión, el profesionalismo, el lenguaje claro y directo, a veces la ironía —nunca la vulgaridad— con que ejerció el reportaje y el periodismo en general. Maestro de muchos que hoy son maestros, deja para la historia las dos etapas de su vida periodística: pasó —según confesó— “de los controles absolutos a la libertad irrestricta”; en la primera, conocedor de que “la palabra es poder”, aceptó ser la palabra del poder. Enrique Krauze, su amigo, recuerda que su noticiario (24 Horas) durante décadas “no solo se apegaba a la verdad oficial: era la verdad oficial”. En la segunda, no tuvo ataduras.

La mutación pudo ser, en parte, porque México cambió, pero no debe regatearse el mérito que le corresponde, pues para vivir en la sumisión siempre hay atajos y oportunidades. Lo cierto es que pasó del yugo a la libertad.

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En él hallamos dos vidas inequívocamente distintas, no como la de muchos periodistas y políticos que se sirvieron de un sistema corrupto, y se llaman, sin memoria ni remordimiento, adalides de las libertades y la democracia, aunque sigan siendo sinvergüenzas.

El tiempo pondrá, en su verdadera intensidad, las luces y las sombras de quien solía decir: “Todos vamos rumbo al panteón, pero no empujen”.

Ahí están sus despojos, con un pequeño epitafio: “JACOB BEN DAVID” (Jacobo, hijo de David).

ADENDUM. He sido, y seré, firme defensor de nuestras fuerzas armadas, por el honor, valor y sacrificio con que sirven a la Patria, pero me resulta absolutamente rechazable la “precisión” dada por un subsecretario de Gobernación, respecto del significado que debe darse al concepto “abatir”, entendido como “derribar, desarmar, descomponer”…, según el diccionario. Si los informes oficiales distinguen a los sometidos y puestos a disposición de la justicia de los que resultan muertos en los enfrentamientos, llamándolos “abatidos”, es torpe esconderse entre las hojas de un libro.

Para demostrar la falacia de que la orden es de abatir indiscriminadamente, basta leer el texto oficial que exige en los operativos “la observancia de la ley”, el “estricto respeto a los derechos humanos y apegarse a la regulación del uso legítimo de la fuerza”; lo que se corrobora con la entrega a los tribunales de muchos delincuentes, y las tres sobrevivientes de Tlatlaya. A una mentira no se debe responder con otra mentira.


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