Hay de muertos a muertos

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Poco antes de que finalizara el sexenio pasado, en una comida a la que asistimos no más de 15, incluido el entonces presidente Calderón, uno de los comensales me preguntó si estaría dispuesto a defender jurídicamente al primer mandatario cuando concluyera su encargo, pues eran tiempos electorales y los partidos opositores habían arreciado la acusación en su contra por los miles de muertos atribuidos a lo que indebidamente se ha dado en llamar “la guerra contra el narcotráfico”.

Mi respuesta, tan rápida como terminante, requirió tan solo dos letras: NO.

Obviamente sobrevino, con la sorpresa de quienes me escucharon, la segunda pregunta: ¿por qué? La razón —les dije— es tan simple como evidente y dolorosa: antes que el nuevo gobierno logre armar el expediente acusatorio se verá precisado a responder, si se mantiene esa falaz tontería, por otros miles que se le habrán acumulado.

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Ha pasado el tiempo, pero la matanza continúa; y lamentablemente puede seguir en el próximo sexenio.

Todos tenemos derecho a juzgar las políticas públicas adoptadas en el combate a los criminales, pero no resulta apegado a la verdad —y por ello es injusto— atribuirles a los mandatarios federales el número de muertos y desaparecidos habidos durante sus respectivos encargos. Diré por qué.

Tanto las cifras oficiales como las que provienen de organismos no gubernamentales y de estudiosos de la materia nos llevan a la conclusión, inequívocamente, de que la gran mayoría de las pérdidas humanas son consecuencia de las disputas por plazas, rutas y mercados entre bandas delincuenciales, y en ello nada tiene que ver la acción de Estado. Deben distinguirse las consecuencias del quehacer gubernamental, de la brutalidad asesina con la que dirimen sus diferendos las organizaciones criminales. En efecto, suponiendo que la ley dejara de punir lo relativo a las drogas, y las fuerzas armadas regresaran a los cuarteles, es ingenuo suponer que se daría la competencia pacífica y civilizada entre quienes ejercen ese comercio. No olvidemos que los violentos actúan como tales; que el código ético básico que antaño imperaba en ellos —como respetar a las familias de los contrarios— ya no existe; y que esos grupos, hoy en día, no suelen limitar su actividad cotidiana a las drogas, gracias a los vasos comunicantes de ese bajo mundo con el del secuestro, la extorsión, el cobro de piso, la trata de personas, el contrabando, el robo de combustibles, el lavado de dinero y otros delitos más.

Por ello, quien hable del número de muertos —en enfrentamientos y emboscadas— que ha dejado la lucha del Estado CONTRA el narcotráfico no debe comprender a los asesinados y desaparecidos por las pugnas ENTRE narcotraficantes. Sumarlos implica mentir…. y en muchos casos se hace con maldad.

Si los tontos y los perversos echan a todos los muertos en el mismo costal, tiene una repercusión relativa; pero si proviene de personas lúcidas, informadas y con merecido prestigio, se confunde a la sociedad, y deben rectificar.  


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