Enrique Peña Nieto presentó un programa de diez puntos que enumera las acciones oficiales dirigidas a terminar con la violencia.
La cuestión de dar seguridad a todo ser humano es primordial. La violencia y las violaciones a los derechos humanos que a diario suceden en México están arraigadas en miserias mentales y materiales reforzadas con una rampante corrupción. Añádase una general incompetencia gubernamental que hace aún más pesada la responsabilidad que recae en Enrique Peña Nieto.
El Presidente de la República ve que los dramáticos acontecimientos recientes y las reflexiones que han provocado en todo el país, marcan en su conjunto un “punto de inflexión” al que hay que responder. Se ha llegado al punto en el que ya no es posible seguir tolerando la criminalidad sin límites y la falta de seguridad en todos los órdenes. Con este propósito su mensaje a la Nación del jueves 25 presentó un programa de diez puntos que enumeran las acciones oficiales dirigidas a terminar con la violencia. Algunas de ellas tendrán que presentarse y aprobarse en el Congreso por lo que su puesta en marcha no es inmediata.
En efecto, Peña Nieto ofrece al pueblo de México un paquete de reformas constitucionales y medidas específicas para, por ejemplo, impedir en municipios la infiltración del crimen organizado, definir las competencias de organismos del gobierno en el derecho penal, hacer obligatoria la creación de policías estatales, difundir el 911 como teléfono único de emergencia, instituir la cédula de identidad y crear un tribunal, con todas sus reglas, para fortalecer el respeto a los derechos humanos. La lista de propuestas se completa con la inesperada iniciativa de duplicar, al lado de la CNDH, un Consejo Consultivo para la reforma de leyes sobre derechos humanos y reacondicionar una serie de órganos federales, estatales y municipales ya existentes además de crear otros.
Lo que no se dice en el gran plan es que ninguno de sus elementos se respaldará en los valores éticos y cívicos cuya ausencia es notoria dentro del discurso oficial. La explicación reside en la orientación que el gobierno históricamente ha dado a la instrucción pública desde el liberalismo positivista del siglo XIX, sustituido luego con el laicismo llevado a extremos. El resultado se dio en la visión que el ciudadano tiene de su lugar en la sociedad y la responsabilidad ante ella de sus actos. Hoy en día la mayoría de mexicanos descarta la función de las enseñanzas de moral y de civismo en las escuelas primarias y secundarias por pensar que no tienen real cabida en el comportamiento ni personal ni en el de las instituciones públicas. Cualquier corrección que urja en materia del tan socorrido “Estado de derecho”, o el combate contra la injusticia y la violencia que su falta engendra, debe realizarse exclusivamente desde la plataforma legal sin necesidad de penetrar en el fondo ético del problema.
Los tiempos ya no están para más leyes y reglamentos. De nada sirven si no cambia desde lo más profundo la mentalidad del ciudadano frente a su función social. El “punto de inflexión” que el Presidente cree detectar dentro del perverso maremágnum de situaciones que él mismo evoca, requiere de un cambio en su propio comportamiento y en el de los funcionarios públicos en términos éticos. Es este elemento, muy desatendido, que marcará su sexenio dentro del proceso histórico del que formará parte.
“El gobierno de la República”, añadió Enrique Peña Nieto en su mensaje, “está trabajando para conducir a la nación por un sendero de mayor progreso, bienestar y desarrollo”. Esta frase no tuvo sentido sin sustanciarse en la ética de la que el Jefe de Estado y su gobierno tienen obligación de dar ejemplo. No sólo es cuestión de enmendar declaraciones patrimoniales, la situación va más allá. La “inflexión” que el Presidente advierte en el trágico acontecer nacional tiene ahora que trasladarse a su propio desempeño.
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