La semana pasada [abril], el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, reaccionó con vehemencia, ante un numeroso público, a la mención que el papa Francisco hizo durante la misa conmemorativa del centésimo aniversario por las atrocidades cometidas contra el pueblo armenio a principios del siglo XX.
Ante miembros de esa nación presentes en la ceremonia en el Vaticano, el Papa había calificado de genocidio los hechos cometidos entre 1915 y 1923 por los turcos contra más de un millón y medio de civiles armenios, asirios, cristianos, caldeos y sirios que fueron victimados tras de sufrir persecución, cárcel y torturas. Familias enteras fueron asesinadas o expulsadas al desierto y abandonadas a morir de hambre e insolación. Turquía aún era el califato otomano que el reformador Mustafá Kemal Atatürk suprimió en 1924 para crear la república laica actual.
Desde entonces, la masiva ejecución de los armenios ha merecido una unánime y constante condena mundial. Turquía siempre ha negado su responsabilidad. Con marcada furia, el presidente Erdogan le reclamó al Papa alegando que “los incidentes históricos no deben sacarse de su verdadero contexto y ser usados en una campaña contra Turquía”, y le conminó a “no volver a caer en el mismo error”.
El hecho de que el gobierno turco quedase marcado como cruel no quiere decir que fuera el único. La historia universal está plagada de ejemplos semejantes que el Pontífice mencionó, como fue en su momento el nazismo y el estalinismo. Otros casos, dijose han dado en nuestros tiempos como los de Camboya, Burundi, Ruanda, Bosnia y hoy, Siria. “Parece, agregó Francisco, que la humanidad no ha podido dejar de derramar sangre inocente”.
Hoy día los medios de comunicación relatan a detalle los crímenes más infames derivados de fundamentalismos religiosos o arbitrariedades políticas contra la vida y la dignidad de millones de seres humanos. Levantar la consciencia al respecto es tarea que atañe a todos los líderes mundiales, muy especialmente a los religiosos.
El señor Erdogan no debió tomar la bandera del inicuo régimen otomano que hace un siglo masacró y dejó morir a millones de seres humanos sólo por pertenecer a un credo o étnia diferente. Mejor hubiera sido comprometer a su país a jamás repetir semejantes hechos y, como presidente de Turquía, se hubiera unido a la universal condena de los crímenes de hace 100 años que cometió el califato, que Atatürk, el fundador de la nueva república, derrotó.
La intempestiva y radical postura de Erdogan inevitablemente afecta la suerte de la gestión que él mismo hace para que su país sea aceptado como miembro de pleno derecho de la Unión Europea. Anteayer, el Parlamento Europeo acordó alentar a Turquía a “aprovechar las conmemoraciones del centenario de las matanzas de armenios por el gobierno otomano para aceptar que fue genocidio y así allanar el camino hacia una reconciliación entre los pueblos armenio y turco”.
Pese a la profesión liberal que profesa la mayoría de las naciones europeas y que relega a la religión al campo de la vida personal, es un hecho que ni los europeos ni los turcos se perciben a sí mismos ajenos a la formación y tradición cultural firmemente vinculadas a concepciones religiosas. La reacción de Erdogan demuestra la distancia histórica y cultural que separa a la comunidad europea de la turca. La actitud de su presidente demuestra que Turquía aun no está lista para acceder a Europa. Sin embargo, debido a su posición estratégica, occidente siempre mantendrá una fluida relación con Turquía.
Recep Tayyip Erdogan, candidato del Partido de la Justicia y Desarrollo, asumió el poder el año pasado como el primer presidente electo anunciando una “nueva era”, una “conquista santa” que traerá prosperidad, piedad e influencia global a su pueblo. A juzgar por su intolerancia, la nueva era aún no se asoma.
There is no ads to display, Please add some