Entre los muchos públicos a los que el papa Francisco se dirigió esta semana, se destacaron las reuniones con las cúpulas empresariales y con la juventud. En ellas, el Papa se refirió a la doctrina social de la Iglesia como respuesta a la brecha que en todo el mundo se ensancha entre ricos y pobres y que está minando la eficacia de los programas públicos y privados para mejorar las condiciones de vida de los pueblos.
Las metas de crecimiento socioeconómico no podrán realizarse, sin embargo, si se agudizan esas diferencias. Mientras las estrategias de desarrollo sigan enmarcadas dentro del principio de que cada actor económico ha de perseguir su propio provecho sin considerar a los demás, habrá insensibilidad y estancamiento.
La posición expresada por Francisco es clara: los intereses de la comunidad deben prevalecer sobre los intereses particulares. “Desgraciadamente —ha dicho— el tiempo que vivimos ha puesto la utilidad como paradigma de las relaciones personales y sociales… la mentalidad reinante propugna por la mayor utilidad posible a cualquier costo y de manera inmediata… provocando la pérdida de la dimensión ética en las empresas y la explotación de las personas como si fueran objetos para usar, tirar y descartar…”.
El problema es hondo. Hoy en día, todo el tinglado de la comunicación social está orientado, precisamente, a medir el mérito de nuestras acciones en términos monetizables. Esta visión racionalista pretende reducir el campo de las decisiones sólo al buen éxito económico. La intención de Adam Smith, el fundador en 1776 de la teoría clásica de la economía, no fue esa. Una sana decisión económica significa simplemente la combinación óptima de los recursos disponibles para su máximo aprovechamiento.
Hay muchas decisiones que escapan del criterio utilitario de la economía, como las que pertenecen a campos no cuantificables de índole social, cultural o el terreno de los valores morales, de cuyo estudio, por cierto, partió el propio Adam Smith.
La ciencia económica no pretende ser guía para toda clase de decisiones. La doctrina social de la Iglesia sostiene precisamente que el ser humano es el elemento más importante en cualquier sociedad. Nada hay en ello que contradiga las precisiones de la escuela clásica de la economía cuando el papa Francisco declara que “cada sector tiene la obligación de velar por el bien del todo social…”.
La empresa es el escenario más común en el cual se descartan los valores sociales para imponer simples criterios económicos. Es ahí donde el factor capital supedita al del trabajo. Las relaciones entre ambos, para ser exitosas, tienen que consensarse bajo un principio superior al de simples utilidades. “Tenemos que hacer del trabajo una instancia de humanización y del futuro, que sea un espacio para construir la sociedad y la ciudadanía…”. Lo anterior significa que los dueños de las empresas deben estar dispuestos a ajustar sus utilidades para dar paso a salarios y prestaciones dignos a sus trabajadores y sus familias. Los accionistas de una sociedad anónima deben entender que querer reducir salarios lo más posible es criar una fuerza de trabajo débil, de bajos ingresos, que obviamente debilita al mercado del que necesariamente ella misma vive.
Ante el argumento de que la competencia mercantil impide realizar metas idealistas, el Papa responde: “…es peor dejar que el mundo competitivo termine determinando el destino del mundo… el lucro y el capital no son un bien por encima del hombre, están al servicio del bien común…”.
En cuanto a la juventud de México, el Papa declaró que “uno de los flagelos que padecen los jóvenes es la falta de oportunidades de estudio y de trabajo sostenible y redituable que les permita proyectarse… esto genera situaciones de pobreza y marginación, que son el caldo de cultivo para que caigan en el círculo del narcotráfico y de la violencia… es un lujo que no nos podemos dar… no se puede dejar solo al presente y futuro de México”. Fue un potente llamado a impulsar programas de escuelas-industrias en combinación con las numerosas universidades técnicas con que contamos.
No hay que tener miedo a los cambios, fue uno de los mensajes más repetidos en todos los discursos que el papa Francisco nos dirigió durante los cinco días de visita a nuestro país. “No hay que conformarnos y dejarnos vencer por la resignación”, sentenció.
Se trata de que respondamos a la invitación que nos hizo a “forjar al México que su pueblo y sus hijos se merecen”.
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