El horror del Rancho Izaguirre: un golpe a la estrategia de seguridad del gobierno federal en materia de desapariciones

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El descubrimiento del Rancho Izaguirre, un predio en el municipio de Teuchitlán, Jalisco, utilizado como centro de reclutamiento, adiestramiento y exterminio por el crimen organizado, ha sacudido a la sociedad mexicana y puesto en entredicho la efectividad de la estrategia de seguridad del gobierno federal encabezado por la presidenta Claudia Sheinbaum. Este hallazgo, liderado por el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco el pasado 5 de marzo, expone una realidad macabra: cientos de restos humanos calcinados, fosas clandestinas, crematorios rudimentarios y más de mil objetos personales que narran el destino de quienes, en su mayoría jóvenes, fueron víctimas de un sistema criminal que opera con aparente impunidad a tan solo una hora de Guadalajara. Más allá del impacto humano, el caso ha reavivado las críticas hacia las autoridades por su incapacidad para prevenir, detectar y combatir la crisis de desapariciones que azota al país, particularmente en un estado como Jalisco, que lidera las estadísticas nacionales con más de 18,000 personas no localizadas en los últimos seis años.
 
El Rancho Izaguirre no es un caso aislado, sino un reflejo de la magnitud de la violencia ligada al narcotráfico y al reclutamiento forzado, una práctica que el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), presunto operador del sitio, ha perfeccionado con el paso de los años. Lo que comenzó como una denuncia anónima recibida por los buscadores se transformó en una escena dantesca: zapatos abandonados por montones, ropa esparcida, libretas con listas de apodos y hasta una carta de despedida de un joven de 21 años que, según la Fiscalía de Jalisco, logró escapar con vida. Estos hallazgos, que contrastan con las inspecciones previas de las autoridades en septiembre de 2024, han desatado una ola de indignación y cuestionamientos sobre por qué un lugar intervenido por la Guardia Nacional hace apenas seis meses no fue investigado a fondo, permitiendo que las evidencias de crímenes masivos permanecieran ocultas bajo losas de ladrillo y capas de tierra.
 
El impacto en el tema de las desapariciones es innegable. Jalisco, un estado clave en la economía y la cultura mexicanas, se ha convertido también en un epicentro de la tragedia humana. Según el Registro Estatal de Personas Desaparecidas, entre diciembre de 2018 y febrero de 2025 se reportaron 15,426 casos, de los cuales 13,656 corresponden a hombres y 1,770 a mujeres. El Rancho Izaguirre ofrece una pista escalofriante sobre el destino de muchos de estos desaparecidos: jóvenes atraídos con falsas promesas de empleo, trasladados desde la central de autobuses de Guadalajara y llevados a este predio rural para ser adiestrados o eliminados. Testimonios recabados por el colectivo sugieren que hasta 1,500 personas pudieron haber pasado por este “centro de exterminio” en la última década, una cifra que, de confirmarse, pondría en evidencia la escala industrial de la violencia en la región.
 
La Oficina de Derechos Humanos de la ONU calificó el hallazgo como “un recordatorio profundamente perturbador” de las desapariciones vinculadas al narcotráfico, urgiendo al gobierno mexicano a fortalecer las medidas preventivas y garantizar justicia a las familias afectadas. Sin embargo, el caso también ha destapado una herida abierta en la percepción pública: la aparente ineficacia de la estrategia de seguridad federal para contener esta crisis. Desde su llegada al poder en octubre de 2024, la administración de Sheinbaum ha insistido en un enfoque que combina la atención a las causas sociales de la violencia con el fortalecimiento de las instituciones de seguridad. No obstante, el hecho de que el Rancho Izaguirre operara durante años —incluso tras una intervención de la Guardia Nacional en 2024— plantea serias dudas sobre la coordinación entre niveles de gobierno y la capacidad de las fuerzas federales para desmantelar las estructuras del crimen organizado.
 
En septiembre de 2024, la Guardia Nacional irrumpió en el rancho, detuvo a 10 presuntos criminales, liberó a dos personas secuestradas y halló un cadáver. El predio fue asegurado por la Fiscalía de Jalisco, que realizó una inspección con maquinaria pesada, georradares y binomios caninos. Sin embargo, las autoridades afirmaron entonces que no encontraron indicios suficientes de actividad criminal a gran escala. Seis meses después, los Guerreros Buscadores desenterraron lo que la fiscalía no vio: restos óseos fragmentados, crematorios clandestinos y una cantidad abrumadora de pertenencias que sugieren cientos de víctimas. La fiscalía estatal atribuyó su fallo a una “modalidad inédita” del CJNG, que ocultaba los restos bajo estructuras de ladrillo, pero esta explicación no ha convencido a los colectivos ni a la opinión pública, que ven en ello una mezcla de negligencia y posible complicidad.
 
Para el gobierno federal, el caso representa un desafío doble. Por un lado, la presidenta Sheinbaum ha ordenado que la Fiscalía General de la República (FGR) asuma la investigación, una decisión que busca responder a las demandas de claridad y justicia. “Necesitamos saber realmente qué pasó y qué se encontró en el predio antes de plantear conclusiones”, afirmó la mandataria en una conferencia reciente. Por otro lado, el hallazgo pone en jaque la narrativa oficial de que la estrategia de seguridad está dando resultados. Si un lugar como el Rancho Izaguirre pudo operar durante más de una década en una zona rural relativamente accesible, ¿qué garantías hay de que otros sitios similares no estén funcionando en este momento? La liberación de 36 de 38 personas detenidas en otro campo de adiestramiento en Teuchitlán el pasado 29 de enero, a solo 6.3 kilómetros del rancho, refuerza la percepción de que las autoridades no están atacando el problema de raíz.
 
La reacción social no se ha hecho esperar. El 15 de marzo, colectivos de buscadores y ciudadanos realizaron vigilias en al menos 12 estados, incluyendo una en el Zócalo de la Ciudad de México, donde velas y zapatos simbolizaron a las víctimas. En Guadalajara, la Glorieta de las y los Desaparecidos se iluminó con el mismo propósito. Estas manifestaciones, que en algunos casos derivaron en enfrentamientos con la policía, reflejan la frustración de una sociedad que siente que el gobierno no solo ha fallado en proteger a sus ciudadanos, sino también en encontrar a los que ya no están. “Convirtieron en cenizas a nuestros hijos para que nadie pudiera abrazarlos”, lamentó Ceci Flores, una conocida madre buscadora, en un mensaje que resonó entre las familias afectadas.
 
El Rancho Izaguirre también ha reavivado las sospechas de nexos entre el crimen organizado y sectores políticos o militares. Aunque no hay pruebas concluyentes, el hecho de que el predio estuviera en el radar de las autoridades desde 2019 —cuando se reportaron cuerpos calcinados en la zona— y que no se actuara de manera contundente hasta ahora, alimenta las teorías de colusión. Organizaciones como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad han señalado que la Guardia Nacional tenía conocimiento de fosas clandestinas en Teuchitlán desde hace seis años, lo que agrava la percepción de impunidad.
 
En términos prácticos, este caso podría marcar un punto de inflexión para la estrategia de seguridad federal. La presión de los colectivos y la comunidad internacional, sumada a la magnitud del hallazgo, obliga al gobierno a replantear su enfoque. La FGR tiene ahora la tarea de esclarecer no solo qué pasó en el Rancho Izaguirre, sino por qué las autoridades locales y federales no lo detectaron antes. Mientras tanto, las familias de los desaparecidos seguirán buscando respuestas en un país donde la justicia parece ser tan esquiva como los seres queridos que ya no regresan. Para muchos, el rancho no es solo un símbolo de horror, sino una prueba contundente de que, a cinco meses de iniciado el sexenio, la promesa de paz y seguridad sigue siendo un horizonte lejano.

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