Pasó ya la Semana Santa y la alarma por la grave contingencia atmosférica que hace días vivió la capital de la República. Las noticias sobre la contaminación del aire que respiramos sirvieron para recordarnos lo precario que es el entorno físico que nos rodea y que, en realidad, toda la República Mexicana es rehén de una permanente amenaza a la salud por las alteraciones con que hemos desnaturalizado la tierra que habitamos.
La atmósfera es el elemento que de inmediato nos afecta. Hace algunos años, el aire en el Distrito Federal estaba tan densamente afectado que no podíamos ver el Palacio Nacional desde la esquina de Madero y San Juan de Letrán. Las medidas que tomaron para desalentar la circulación de los vehículos dieron resultado, además del cierre de la refinería de Azcapotzalco. La transparencia del aire se recuperó no así, empero, la persistencia de partículas dañinas a la salud.
La contaminación atmosférica en las ciudades modernas es una parte de la degradación que envenena el escenario físico, ocasionada por la industria que lanza sus desechos de carbono o químicos al aire, a los ríos y a las lagunas, destruyendo los mismos recursos de los que dependen para operar. La agricultura que abusa de sustancias químicas en tratamientos en frutas y legumbres para embellecerlas o prolongar su vida en los supermercados daña la salud del público consumidor desinformado o negligente que es víctima de la implacable publicidad en todos los medios.
Las leyes aprobadas en casi todos los países para frenar la contaminación y proteger la salud dependen para su eficacia de un público debidamente concientizado. Faltando éste debe intervenir la acción oficial. Las medidas que el gobierno de la Ciudad de México acaba de imponer para vencer la contaminación que genera el tráfico vehicular, ya provocan variadas reacciones adversas.
Las restricciones a la circulación de más de 4.5 millones de vehículos en un conglomerado de casi veinte millones de habitantes son incómodas. Los que viven en ciudades de dimensiones comparables en el mundo también sufren inevitables limitaciones que nosotros debemos prever para un futuro no lejano, como zonas de circulación prohibida convertidas en áreas peatonales.
El peligro que anida en las normas actuales o futuras que se receten es que se diseñen sin tomar en cuenta las circunstancias cotidianas a nivel de las mismas calles. El nuevo Reglamento de Tránsito del DF confirma, por ejemplo, el insensato castigo de remisión del vehículo al “corralón”, que se aplica con el ánimo predatorio y mercantil de la empresa privada a la que se subrogó una función pública. A ello se añade la obtusa falta de criterio de los empleados, respaldados por policías que inventan o exageran las transgresiones con los usuales y consabidos afanes de extorsión. Otro abuso son las silenciosas multas que se detonan mediante las cámaras recién instaladas en las calles y de las que la víctima sólo puede defenderse actuando judicialmente. En todos estos y otros casos ha desaparecido la función de asistencia y de orientación cortés, esenciales para la buena relación de la autoridad con el público que está obligado a servir.
En todo el mundo, los ordenamientos cívicos, especialmente los de tránsito, generan un instintivo rechazo cuando la autoridad no es clara ni sincera en sus propósitos ni cuidadosa en detallar sus disposiciones.
Aparece el eterno dilema de acatar una ley llena de imperfecciones, esperando que sus autores tengan la honestidad y convicción para ajustarla a un equilibrio de derechos y deberes o rechazar los nuevos reglamentos y declararse en huelga de cumplimiento. Las cuestiones ecológicas son complejas y no se resolverán con legislaciones al vapor, sino con disposiciones meditadas que respeten la dignidad de la ciudadanía, que es la primera interesada en que sean efectivas. Esto supone que a todos nos mueva una auténtica concientización sobre los daños irreparables que nuestro egoísmo e irresponsabilidad han causado al planeta y que hay que corregir. La gravedad del momento así lo impone. No hay tiempo que perder.
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