El abstencionismo: a examen y resolución

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De nuevo: “y el ganador de estas elecciones es…. ¡el abstencionismo!”. Este fenómeno del no ejercicio del derecho democrático más importante, y que a la vez en México es constitucionalmente una obligación, no es propio de nuestro carácter nacional, se da en la mayor parte del mundo. Pero “mal de muchos consuelo de tontos”, así que no podemos tomar el asunto fatalmente y no hacer nada.

Cada vez que hay elecciones con alto grado de abstención ciudadana, se escriben y dicen muchas quejas, acusaciones y análisis que caen en lugares comunes. Así no se resolverá nada. Hay que hacer cosas útiles, que reduzcan este problema democrático, a sabiendas que la solución total no existe. En los únicos lugares en donde las votaciones se acercan al total de padrones de votantes, es donde el ciudadano está vigilado y amenazado, es decir en los Estados totalitarios.

Ya sabemos que la credibilidad ciudadana en los partidos políticos está a la baja, que la experiencia de campañas políticas de “mercadotecnia”, de caras bonitas y frases hechas, de ataques calumniosos al adversario y de promesas evidentemente falsas, y finalmente decepciones del ejercicio del poder, desaniman al ciudadano a votar.

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El deterioro de la imagen de “la clase política”, del color que sea es tal, que muchas personas piensan que ninguno vale la pena, que “todos los políticos son iguales”, así que para qué votar. Con esta visión social, de nada sirve la trillada frase de que “los pueblos tienen los gobiernos que merecen”.

Acusar al abstencionista de todo lo que se quiera, desde perezoso, desinteresado cívicamente, hasta mal ciudadano y cuanto más, no ha servido de nada. ¿Qué pasaría si la obligación constitucional de emitir el voto se sancionara? ¿Se lograría intimar al ciudadano lo suficiente para que viviera su derecho democrático? En una sociedad libre lo más probable es que no. Faltarían cárceles o ventanillas de pago de multas para aplicar la Ley, según fuera el caso.

Para reducir el problema del abstencionismo se deben evaluar bien las causas, y buscar soluciones prácticas de parte de todos los interesados: gobierno, partidos y asociaciones políticas, organismos electorales (autónomos o ciudadanizados), y organizaciones ciudadanas. Los medios de comunicación deben apoyarlos, así como quienes tienen funciones de formación cívica, la academia e instituciones religiosas.

Todos tienen algo que hacer para darle al ciudadano elementos de juicio para que evalúe su no-participación electoral, y todos pueden hacer algo para animarlo a votar.

En las naciones en donde se eleva de pronto en alto grado la participación electoral, es donde suceden tragedias o se tiene una amenaza grave, lo que mueve a los votantes a ejercer su derecho y a animar a otros a hacer lo propio. Pero las elecciones no pueden basarse en situaciones desesperadas, deben despertar suficiente interés en el ciudadano para que emita su voto. Hay que pensar entonces en caminos de vida cotidiana del país que interesen a quien tiene derecho al voto a depositarlo en las urnas.

Parece razonable responsabilizar a los partidos políticos como principales artífices del fenómeno abstencionista. Mucha gente no cree en ellos o les concede muy poca credibilidad. Son quienes más deberían de preocuparse por analizar sus conductas de campaña, de congruencia entre el prometer y el ejecutar, en no mentir, no difamar, en elegir sabiamente a sus candidatos para evitar sorpresas desagradables (y previsibles) sobre su honestidad, su capacidad ejecutiva o legislativa.

Muy importante será la rendición de cuentas de quienes son sus candidatos electos; no solapar ni proteger culpables en caso de fallas, y defender con toda claridad a quienes se acuse falsamente de corruptos o tramposos: cuentas claras y honras a la vista. La rendición de cuentas debe ser tanto personal como del partido.

Con las instituciones electorales autónomas (o casi), y un mayor control de los votos reales en urnas, la desconfianza en trampas electorales “desde el poder” se ha reducido mucho. Pero mientras la sociedad crea, con razón o sin ella, que se utilizan recursos públicos para apoyar campañas, que hay arreglos de trasmano en la selección y apoyo de candidatos o que se manejan recursos de “dudosa” procedencia por partidos y candidatos, el ciudadano puede abstenerse por decepción en sus instituciones.

Los partidos políticos, junto con las instituciones electorales y el gobierno (a los tres niveles), deben buscar no pactos de civilidad casuísticos, sino permanentes, que hagan atractivo el voto del ciudadano, que éste tenga elementos de juicio en cuanto a idearios, programas, personas y grupos políticos. Mientras las campañas electorales no sean competiciones claras y leales con el electorado, el abstencionismo seguirá ganando.

El abstencionista no cambiará su conducta porque se le diga que es su derecho, su obligación y que puede “decidir su destino”; la filosofía cívica no tiene mucho impacto.

Las campañas pro voto deben ser mucho más pragmáticas, más cerca de las necesidades del ciudadano, que tenga razones prácticas de por quién votar, de que su voto es útil y de puede pedir rendición de cuentas de los gobernantes y legisladores que ha elegido.

El ciudadano debe poder contestarse: ¿para qué votar, por quién, por qué?

Pero más que nada, el ciudadano votará más si los procesos electorales le dan confianza, de parte del gobierno, de las instituciones electorales y sobre todo de los partidos políticos; que no hay “arreglos”, que la competencia es leal, y que tiene suficiente información para comparar programas y personas, votando por quienes mejor satisfagan su idea de sociedad bien administrada para el bien común.


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