Día de muertos

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Una de las tradiciones de más arraigo en México es la de recordar con festiva devoción nuestros muertos. Este domingo, Día de las Ánimas, miles de fieles visitarán los campos santos y pasarán horas enteras arreglando y decorando las tumbas, acompañando en alegres convivios a las ánimas de sus parientes y amigos más cercanos que se les adelantaron de esta vida.

Este año amainó la presión comercial por promover en el público el Halloween norteamericano, cruda versión del All Hallow’s Eve medioeval, con su proliferación de calabazas de plástico, máscaras, trajes de brujas o monstruos horripilantes hechos en China y distribuidos por vendedores callejeros y en mercados populares para el deleite de niños y adolescentes.

Afortunadamente, en rescate de nuestras antiguas tradiciones, se ven cada vez más en casas, tiendas, oficinas privadas y públicas, los altares de muertos, con sus ofrendas de pan de muerto, calaveras de azúcar, papel recortado y vistosas velas. Rescatar esta vieja costumbre de celebrar el Día de las Ánimas refuerza valores familiares y nacionales que hoy día mucha falta nos hacen.

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Viene a cuento el significado más hondo de la tradición de recordar y venerar a nuestros muertos como factor que complementa el sentido de estar vivo y por este simple hecho, ser parte de una comunidad que sin importar condición individual vincula a vivos y muertos.

Celebrar una vez al año la trascendencia eterna de la persona coincidió con conceptos que ya existían en los ritos indígenas y que los frailes de la conquista española luego vieron compatibles con su propia doctrina sobre la naturaleza del alma y el tránsito del creyente hacia la nueva vida después de la muerte. Semejante en muchos sentidos a la continuidad existencial en que creen las religiones orientales como la hindú o budista, la mutua aceptación de creencias amalgamó en la Nueva España una cómoda fusión de cultos a la muerte que encontró la solución a lo que pudiera haber sido un choque irresoluble.

En estos días como sucede en una gran mayoría de países, México sufre desórdenes inusitados que dividen a la sociedad y reducen su confianza en sí misma. Los problemas que nos aquejan deprimen la sicología nacional desde varios ángulos. La insuficiencia de actividad económica, el desempleo, las pobres instituciones educativas, inexistentes o elitistas, denuncian al gobierno que anunciaba “saber hacer las cosas” pero que aún no da señales de poder resolver el criminal maridaje entre mafia y poder. Lejos están las autoridades de darle a la nación paz, seguridad y desarrollo.

En el marasmo, las instituciones fallan, los programas oficiales simplemente cambian de nombre y todo queda en promesas. Una corrupción que penetra sin excepción todos los sectores socioeconómicos agrava el ambiente de desilusión general sin encontrar argumentos que remedien el deprimente estado de cosas. El escenario negativo no sólo es mexicano: hay incertidumbre y carencia de liderazgo en todo el mundo ante las protestas callejeras que se multiplican.

En la búsqueda de soluciones todo requiere revisión y es lógico que se exploren fórmulas confiables, y si hace falta tradicionales, que signifiquen refugio y seguridad frente a los patrones de vida que trajeron el sufrimiento actual.

Los Siglos XIX y XX se caracterizaron por confiar exclusivamente en parámetros económicos y científicos como medidas de progreso. El sufrimiento mayúsculo que resultó en ese largo período de injusticia social para cientos de millones de seres humanos y el aumento de pobreza hasta en países más desarrollados, obligan a que la brújula de las decisiones públicas apunte en dirección opuesta, dando importancia a los valores del espíritu que el materialismo desechó.

Esta temporada habrá más altares de muertos, con más adornos, ofrendas y rezos. El Halloween de las cifras y de las metas cuantificadas se está desechando.


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