Democracia decepcionada de nosotros

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Dos jóvenes amigas, que tenían tiempo sin verse, platicaban. Una comentó: Conocí a mi marido dos meses antes de casarnos; la otra, a punto de llorar, solamente dijo: Al mío yo lo conocí dos meses después.

Creo que es la democracia la decepcionada —como la segunda mujer— por haber conocido a los ciudadanos después de que nosotros la hicimos nuestra.

De haber sabido que no somos demócratas hubiera rechazado el amorío.

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Es cuestionable que algunos politólogos, analistas y ciudadanos la culpen de los magros resultados alcanzados durante el poco tiempo de vida en común, siendo evidente que nada puede dar la democracia sin demócratas.

Además, exigimos de la democracia electoral que nos dé lo que no nos puede dar, pues esa forma de vida sirve para pocas cosas, aunque todas sean de la mayor importancia. Sirve, por ejemplo, para que nuestras diferencias en la conformación de los órganos de poder se resuelvan pacíficamente conforme a leyes previamente establecidas, pero no puede sustituir la corresponsabilidad de gobernantes y gobernados en la generación de bienes públicos.

La falta de esa responsabilidad común ha propiciado concentración del ingreso, aumento de la pobreza, corrupción, impunidad y violencia.

Señalar lo anterior no implica quitar un ápice de su culpa a gobiernos y grupos de poder por lo que acontece, pero es un engaño perverso hablar de gobiernos malos y pueblos buenos.

Acusar a los gobiernos de actos de corrupción no es gratuito, pero sí incompleto, porque donde se padece ese mal en grado de metástasis, hallamos instituciones que además de ser corruptas han sido corruptoras, y las sociedades quedan carcomidas por ese cáncer. La maldad baja y sube por carreteras de ida y vuelta.

El Presidente de la República acertó cuando dijo que en la lucha contra la corrupción ha de tomarse en cuenta la condición humana y aspectos culturales.

Tiene razón Aguilar Camín al decir en este diario: La corrupción y sus bajas pasiones son tan viejas en la historia del mundo que parecen, en efecto, parte de la condición humana. Solo han podido reducirlas, domarlas, unas cuantas sociedades cuya historia está, sin embargo, llena de ellas.

Lo han logrado todas en procesos largos, fincados en leyes y castigos que con el tiempo forman en las personas una especie de segunda naturaleza, que encuentra inaceptable la corrupción que antes era parte de su vida diaria, sus usos y costumbres: su cultura.

No perdamos tiempo, abatiremos la corrupción si la sociedad aprovecha sus reservas morales en un proceso educativo y cultural civilizatorio.

Si campean egoísmo y barbarie, y turbas asesinas linchan en plazas públicas a seres indefensos —como los dos encuestadores quemados vivos en Puebla—, la democracia es una quimera.

Para limpiar la vida pública se requiere un pueblo con valores cívicos, sometido a la ley, que exija al gobierno respetarla y hacerla respetar; donde se acepte que la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que debemos hacer. Lo demás es arar en el mar.


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