Congruencia y confianza

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Nadie apuesta porque las cosas empeoren, por eso cobijamos la esperanza de cambios, aunque cada día se desvanecen las oportunidades de hacerlo.

No se conforman con la grisura de su vida real y se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia.

                Javier Cercas, El impostor

 

Es de Perogrullo: la incongruencia genera desconfianza. Cuando la brecha entre dichos y hechos se amplía, la ciudadanía pierde la posibilidad de ser convencida de algo y, por lo tanto, de adherirse a una propuesta. Esa es la tragedia política mexicana. El discurso sin autenticidad, pero sobre todo sin la posibilidad de verificación, acarrea malestar y sensación de engaño.

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Los líderes políticos se miden por cómo perciben las voces críticas. La calidad moral de un gobierno se evalúa según el trato a sus opositores. Hay quienes escuchan y corrigen, hay quienes se aferran a sus decisiones y repelen la verdad. Esa es nuestra circunstancia: deterioro de la legitimidad, signos de ingobernabilidad, confusión social.

El presidente Peña Nieto, desde el inicio de su gobierno, ha marcado una distancia en su gestión respecto a lo ofrecido como candidato, trátese de tener en ceros el déficit público o del compromiso de combatir la corrupción. Se habla de “Mover a México”, pero cada vez se percibe más que el movimiento es regresivo. Se presumen y ostentan las reformas del sector energía, pero su único mérito es reconocer lo que en la realidad ya acontecía. Desde el mismo momento de la expropiación petrolera ha habido inversión privada. Lo mismo puede decirse de la estatización de la energía eléctrica.

Hace apenas unas semanas, el titular del Ejecutivo afirmó: “No faltan los que quieren ser destructivos y, a todo, ver, quizá, un crisol bajo una óptica negativa”. Los críticos somos amargados, resentidos, sujetos a los que no debemos hacer caso. Pésima actitud que únicamente lleva a profundizar la incomunicación entre sociedad y gobierno. Se repite la vieja consigna: “Ni los veo ni los oigo”.

Para algo sirven los viajes presidenciales, obligan a reconocer lo que acontece en el país. El Presidente dijo en Inglaterra que “ha habido una pérdida de confianza que ha sembrado sospecha y duda”, pero no profundiza en sus causas, y confía en el Sistema Nacional Anticorrupción, aún pendiente de aprobarse, para recuperar la confianza. Le concedo el beneficio de la duda por su buen diseño, pero los resultados se verán, si bien nos va, en el mediano plazo.

Las notas diplomáticas, ante declaraciones de José Mujica o del papa Francisco, sólo acarrean mayor desprestigio y no corresponden a los tiempos actuales. El Presidente respondió a The Economist que tiene conciencia de la situación del país. Mi preocupación es que no veo una actitud consecuente.

Un libro de Fernando Savater dice todo en el título: Ética como amor propio, recordando lo mejor de las generaciones pasadas: el honor, la dignidad, el respeto por el nombre, el sentido de la vergüenza deben ser santo y seña de la conducta de los hombres públicos. Pareciera, ante espectáculos tan deprimentes, que ya tocamos fondo. Sin embargo, un nuevo escándalo nos desengaña. El desgaste continúa.

Si a todo lo anterior se suma el desempeño de los demás servidores de nuestra “República representativa, democrática, federal y laica”, habremos de inferir que nuestra crisis es, principalmente, ético-política. Ahí está el meollo del asunto. Nadie apuesta porque las cosas empeoren, por eso cobijamos la esperanza de cambios, aunque cada día se desvanecen las oportunidades de hacerlo.

Maligno es lo que no mejora ni por sí mismo ni por el tratamiento en curso. Lo más urgente es regenerar a nuestra clase política. Apuesto por una ciudadanía que ejerza presión mediante las herramientas de la democracia. Es lo único que, históricamente, ha dado resultados.

Como bien expresa mi inolvidable paisana Rosario Castellanos, “¿Por qué no dejamos un poco en paz nuestros mitos y nos atenemos a lo que somos? Personas con uso de razón, con el don de la palabra. Quién quita y discutiendo se haga la luz”.


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