Ciclos históricos

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Esta semana se conmemoran veinte años del mayor ataque terrorista que Estados Unidos haya sufrido. Aquella mañana del 11 de septiembre de 2001, el mundo atestiguó el secuestro sincronizado de aviones comerciales que fueron impactados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono, provocando la muerte de más de tres mil personas y generando pérdidas económicas calculadas por arriba de los diez mil millones de dólares, de acuerdo con fuentes abiertas. A partir de ahí, la primera potencia y sus aliados militares comenzaron la cruzada internacional contra el terrorismo, misma que —entre otras acciones— desembocaría en una larga invasión a Afganistán por la negativa del régimen Talibán a entregar al liderazgo de Al Qaeda, señalado públicamente como autor de estos hechos.

Nunca antes una entidad extranjera, y mucho menos una red terrorista, había exhibido las vulnerabilidades de Estados Unidos que, hasta ese momento, era percibido como una fortaleza natural, por su privilegiada ubicación geopolítica. El desafío al orden internacional y los costos políticos para los aliados estadunidenses no pararon ahí. Tras la persecución conjunta al radicalismo islámico, quizá el acto criminal más agraviante fue el acontecido en España el 11 de marzo de 2004. Fecha en que fueron detonados diez artefactos explosivos en la red de Cercanías de Madrid, lo que provocó la muerte de casi doscientas personas y dejó heridas a otras dos mil. Por sus efectos, esto constituyó el segundo atentado terrorista más grave en toda la historia de Europa. Sin olvidar el ataque al metro de Londres un año después, también atribuido a Al Qaeda.

El desconsuelo es que, a dos décadas de distancia, ni Estados Unidos ni sus aliados militares y mucho menos el mundo democrático encuentra razones positivas que comprueben un cambio de página hacia un entorno global libre de terrorismo y posturas radicales. Por el contrario, la caótica salida de las tropas estadunidenses de Afganistán subraya el escepticismo imperante sobre la fortaleza en el liderazgo de ese país para conducir a la humanidad en pleno siglo XXI a entornos más libres, prósperos y de derechos plenos. Principalmente porque su estrategia fallida no sólo constituye una dolorosa derrota militar frente a un grupo armado y beligerante con menores capacidades logísticas; sino un descalabro diplomático de amplio alcance, porque una diversidad de instituciones nacionales y organismos multilaterales resultaron muy poco efectivos en afianzar un nuevo orden de bienestar en tierras afganas, que terminará por inhabilitar paulatinamente toda manifestación radical tras veinte años de intervención. Un vacío que podría ser bien aprovechado por potencias emergentes rivales, como China o Rusia.

Lo grave es que, a diferencia de 2001, la inestabilidad no sólo podría surgir de zonas geográficas lejanas a Estados Unidos, sino paradójicamente, de su dinamismo político interno. Esto porque, ante un eventual fracaso del gobierno del presidente Joe Biden en opinión pública —cuya popularidad ha venido de manera preocupante y sistemáticamente a la baja por varias semanas, según encuestas publicadas en medios de comunicación—, éste no sería reemplazado por una figura republicana de corte moderado y democrático, sino por una figura que buscaría reivindicar las posturas políticas más extremas en el marco de una base social afín y cohesionada en torno a las posturas del exmandatario Donald Trump. Ello echaría abajo los esfuerzos por restablecer la construcción de consensos desde el multilateralismo, así como agravaría los riesgos de inestabilidad internacional.

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Así, el presidente Joe Biden se encuentra en una carrera contrarreloj si se considera, además, que parte importante del Congreso estadunidense va a las urnas el próximo año. En noviembre de 2022, los 435 escaños de la Cámara de Representantes y una tercera parte del Senado estarán en juego. El resultado legislativo determinará en gran medida el margen de maniobra político del mandatario para resolver los desafíos de corto plazo de la política norteamericana, como para favorecer la permanencia de los demócratas en el poder. Si Joe Biden pierde el control, muy seguramente estaremos en el inicio de un ciclo histórico que a muy pocos gustará.


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