La productividad de nuestra sociedad nacional es en función directa de la eliminación de la co-rrupción.
El drástico recorte al gasto oficial que el gobierno acaba de anunciar para 2016, como respuesta a la severa reducción en recursos públicos, disminuyendo plazas y podando organigramas, tiene el fin de eficientar la administración pública con lo que se aumentará la productividad de todo el aparato gubernamental federal. Esta tarea, que requerirá una detallada revisión de los 889 programas públicos en vigor, implica una decidida acción contra la corrupción de la que hablan y escriben los medios de comunicación debilitando la confianza nacional y desprestigiándonos en el extranjero.
Desterrar la engorrosa ineficiencia que percude a la mayoría de las entidades públicas y estimular la productividad no se hace ni con pesadas “ventanillas únicas” ni mucho menos con las enervantes redes telefónicas que blindan a los funcionarios contra su contacto con el público. Mejorar la “productividad” en la administración pública significa obtener un mayor rendimiento en términos de unidades producidas o servicios prestados sin aumentar ni personal ni insumos materiales.
Los servidores públicos son poco afectos a que se les juzgue en qué medida cumplen su objetivo de facilitar apoyar a la sociedad. Existe, además, su natural inclinación a crear puestos para atender nuevos servicios, por simples favoritismos, en lugar de utilizar las estructuras y el personal ya existentes. Ya pueden preverse resistencias a los recortes.
Uno de los subsecretarios de Hacienda afirma que no se dejará ningún programa sin revisar. Cada peso erogado en subsidios, gastos de operación y en servicios personales pasará por un cuidadoso escrutinio que priorice los programas de acuerdo con su “rentabilidad social y económica”. Las secretarías de Hacienda y de la Función Pública han de examinar todos los programas, hasta los que estén dedicados a realizar evaluaciones. Se trata no sólo de extirpar dispendiosos sueldos y prestaciones, sino de eliminar programas por entero y reducir el nivel general de las remuneraciones.
Se entra aquí de lleno al problema central de la economía, entendida, ésta como el arte de racionalizar el uso de recursos escasos. ¿Qué sucede con el sagrado principio de paga igual a trabajo igual? El gobierno está consciente de las resistencias que la implementación de los recortes provocará en muchos sectores afectados.
La solución del problema tiene que encontrarse en la precisión con que se describa cada tarea que se encomiende. De no contarse con la definición adecuada de la responsabilidad exigible no será posible cumplir con el principio de la equidad en el trabajo. El aumento de la productividad se identificará mediante organigramas donde no haya puestos sin justificación ni metas tangibles, no en estadísticas ajustables sino en beneficios confirmados.
En términos de ética, exigir mayor eficiencia al servicio público implica purgarlo de las taras ancestrales de la corrupción que drena, según algunos cálculos, al menos 10% del PIB y de la operación de las empresas. La disciplina administrativa es indispensable para curar la desconfianza que cunde en el país y el desprestigio internacional que padecemos. La productividad de nuestra sociedad nacional es en función directa de la eliminación de la corrupción.
El gobierno se está comprometiendo a recortar drásticamente sus gastos para lograr el mejor uso de sus menguados recursos. El Banco Mundial respalda y asesora el plan de austeridad. El propósito suena sano, pero es vulnerable a los mismos peligros con que se ha estrellado en varios otros países. Su realización depende del grado de autoridad que se tenga para implementarlo. ¿Qué sucederá si se siguen develando casos de corrupción como los que ya han desprestigiado a este gobierno?
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