Se agotan los plazos establecidos en la reforma constitucional para desarrollar la legislación secundaria del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). La fecha límite es el 28 de mayo; pero el deadline del Congreso es el 30 abril, ese día se clausura el periodo legislativo, al mes siguiente las campañas electorales crisparán los ánimos. No es lógico esperar que se convoque a sesiones extraordinarias ni que exista clima favorable al diálogo y la construcción de acuerdos. Las próximas dos semanas serán cruciales para México, calificarlas de históricas no es una sobrevaloración.
Se trata de dar vida a un conjunto de instituciones para impedir que el ejercicio de la función pública sea una patente de asalto a los presupuestos; para revertir el goce privado de los bienes públicos; para atajar la toma de ventajas desde el poder, fuente de tantas fortunas malhabidas, lavadas al paso de las generaciones, origen de una oligarquía robolucionaria de mirreyes y porkys de ayer y hoy.
El reto es hacer un corte radical en esa negra crónica mediante la introducción de un engranaje de 7 nuevos ordenamientos en la arquitectura del Estado mexicano. Es una asignatura pendiente desde nuestro surgimiento como nación soberana hace 195 años. No lo hicieron los constituyentes de los siglos XIX y XX. Ahora estamos en el umbral de lograrlo con la creación y reformas de las siguientes leyes: General del SNA, General de Responsabilidades Administrativas (incluye el 3de3 ), Orgánica del Tribunal de Justicia Administrativa, Orgánica de la Administración Pública Federal, Fiscalización y Rendición de Cuentas, Orgánica de la PGR y el Código Penal Federal.
En materia de corrupción México llegó a un punto límite. No podemos seguir así. La Casa Blanca se convirtió en un símbolo de esta fase terminal; como Tlatelolco en 68 marcó el punto acmé del autoritarismo, el fraude electoral del 88 señaló la ultima estación para esas prácticas y la crisis de 1994-95 obligó a la responsabilidad macroeconómica.
Muchos esfuerzos acumulados para organizarnos como sociedad libre, justa y desarrollada se han frustrado o fueron demolidos por este terrible cáncer. Ahí está la triste historia de las reformas realizadas en las pasadas tres décadas: la económica (1985-2013). Pasamos del anquilosado nacionalismo revolucionario, cerrado y estatista, a un modelo abierto de libre mercado. Esperábamos con esta radical transformación alzas significativas en el PIB, reducción de la pobreza y mejoría en la distribución del ingreso. Pero poco de eso se ha visto, reformas estructurales fueron y vinieron con frutos decepcionantes frente al potencial que contenían. Lo único verdaderamente exitoso es que los ricos —los de antaño, junto a los de las comaladas sexenales recientes— acompadrados al poder, multiplicaron despiadadamente sus fortunas.
En lo político pasó lo mismo. La transición democrática (1988-2000) transformó el régimen presidencialista, de partido hegemónico y autoritario, en un modelo pluripartidista, con voto respetado y alternancias múltiples, pero no limpió al sistema. Los poderes fácticos y la corrupción del viejo esquema quedaron intactos. Sólo remodelamos el subsistema electoral y lo encarecimos de tal forma que ahora sólo tiene posibilidades de competir quien dispone de fondos inconmensurables, acumulados legal o ilegalmente. No debe extrañarnos que la corrupción infectara velozmente a todos los actores políticos y su fetidez invadiera a todas las instituciones. No encontró resistencia. Se democratizó la corrupción.
Incorporar el SNA a la organización del Estado es impostergable para frenar la espiral de rendimientos decrecientes de los cambios políticos y económicos ya realizados. El Instituto Mexicano de la Competitividad (Imco) en su estudio (2015) lo resume en cuatro palabras: “Transamos y no avanzamos”. Eso es todo.
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