México enfrenta una creciente crisis de corrupción de menores, un delito que ha cobrado relevancia nacional debido al aumento exponencial en las denuncias registradas en los últimos años. Según datos proporcionados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública y analizados por TResearch, abril de 2025 marcó un hito preocupante: se reportaron 317 casos de corrupción de menores, un 26% más en comparación con el mismo mes del año anterior. Este incremento refleja una tendencia que no puede ignorarse.
La corrupción de menores comprende una gama de conductas ilegales que van desde la explotación sexual hasta el reclutamiento de niños y adolescentes para actividades delictivas. El fenómeno se concentra principalmente en tres estados: Guanajuato, la Ciudad de México y Baja California, los cuales acumulan el 43% de los casos registrados desde el inicio del sexenio actual. Guanajuato lidera esta lista con una tasa alarmante de 37 denuncias por cada millón de habitantes, seguido por Baja California Sur (35) y Baja California (29).
Estos números son parte de un panorama más amplio que abarca todo el país. Desde 2020 hasta 2023, más de 10,000 denuncias relacionadas con corrupción de menores han sido registradas a nivel nacional. En lo que va del gobierno de Claudia Sheinbaum, ya se han contabilizado 1,088 casos, lo que pone de relieve la magnitud del problema y la urgencia de implementar políticas públicas efectivas para combatirlo.
Aunque el aumento en las denuncias podría interpretarse como un signo de mayor conciencia social y confianza en las instituciones, también revela la profundidad del fenómeno delictivo. La corrupción de menores no solo afecta a las víctimas directas, sino que tiene repercusiones en la seguridad y estabilidad de comunidades enteras. Muchos de estos casos están vinculados con redes de trata de personas, narcotráfico y violencia organizada, lo que complica aún más su prevención y sanción.
Los esfuerzos gubernamentales deben enfocarse en múltiples frentes: prevención, investigación y protección a las víctimas. Es fundamental fortalecer los mecanismos de alerta temprana, mejorar la capacitación de las fuerzas de seguridad y garantizar una respuesta integral a los menores afectados. Además, se requiere una campaña educativa dirigida a padres de familia, maestros y comunidades sobre cómo identificar situaciones de riesgo y qué hacer ante una posible corrupción.
El combate a este delito debe ser una prioridad nacional. Las autoridades no pueden permitirse bajar la guardia, máxime cuando sectores vulnerables como los niños y adolescentes son utilizados como moneda de cambio en estructuras criminales. La sociedad civil, por su parte, debe mantenerse vigilante y exigente ante el cumplimiento de protocolos de protección a menores.
Mientras tanto, el reto sigue siendo monumental. Sin una estrategia coordinada entre federalismo, estados y municipios, difícilmente se podrá revertir esta tendencia. La corrupción de menores no solo es un tema policial; es una herida social que urge de soluciones integrales y urgentes.
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