Afganistán, la alerta internacional

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El gobierno afgano cayó con la huida del presidente Ashraf Ghani ante la creciente toma de control del territorio por parte de los talibanes, pero no sólo es Estados Unidos y sus aliados quienes cargan con la percepción de una dolorosa derrota, tras dos décadas infructuosas de buscar dar gobernanza a ese convulso país de Oriente Medio. También lo es para el mundo democrático porque, en pleno siglo XXI, persiste la amenaza de que un movimiento radical, ultraconservador y contrario a la observancia de los derechos humanos más elementales esté en posibilidad de imponerse —como los talibanes finalmente lo consiguieron— a las capacidades más potentes de las naciones que ven en los principios de la libertad y el respeto a la dignidad humana las únicas vías para la prosperidad mundial.

El despliegue diplomático y militar a favor de la democracia en Afganistán ha sido tan costoso como fallido. De acuerdo con fuentes públicas, se calcula que, cuando menos, un billón de dólares fue invertido por Estados Unidos en esta misión, que comienza como consecuencia de los atentados terroristas a las Torres Gemelas en 2001, y la negativa del régimen talibán de entregarles a Osama bin Laden, señalado de ser el principal responsable de las acciones que le costaron la vida a tres mil ciudadanos estadunidenses. Sin embargo, en su objetivo posterior de inhabilitar la operación de células terroristas con alcance global, la primera potencia también adicionó un número similar de miles de muertes en sus fuerzas armadas. Toda una serie relevante de costos financieros y en vidas humanas, sin considerar aquí aquellos aportados por los aliados en campo, para que Afganistán termine siendo retomado 20 años después por quienes representan uno de los riesgos más altos a la convivencia pacífica, estable y ordenada.

Las estadísticas del deterioro de las condiciones en territorio de Afganistán son contundentes. Diversas fuentes abiertas calculan en 250 mil el número de personas desplazadas de sus domicilios en los últimos tres meses por la violencia talibán; así como en alrededor de mil muertes civiles las provocadas por estas acciones en apenas las seis últimas semanas. Al analizar estas estadísticas, a la par de la rápida reconquista de la geografía afgana por parte de los talibanes, que concluyó con la entrada de éstos a Kabul el fin de semana pasado, cabe preguntarse dónde quedaron las capacidades y los adiestramientos que otorgaron los contingentes internacionales a los casi 300 mil efectivos militares y policías afganos, al cabo de 20 largos años. La dura realidad hace percibirlos como si nunca hubieran existido.

Poco aprendió la comunidad internacional de la experiencia rusa, cuando fue derrotada en 1989 por los muyahidines —islamistas leales a la guerra santa— en su intento por afianzar a un gobierno comunista en Afganistán, tras diez años de conflicto bélico; y por lo visto mucho habrá de aprenderse ahora que tampoco se consigue establecer un régimen democrático bajo la estrategia liderada por Estados Unidos durante dos décadas. Entre lección y lección, el pueblo afgano es quien lleva la peor parte, después de que una generación tras otra se ve presa de la barbarie y la guerra civil.

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Primero, porque, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU), 111 mil civiles han resultado muertos o heridos desde 2009. Segundo, a Afganistán le espera un gobierno adverso a los derechos humanos y las libertades civiles. Con él regresarán la imposición de penas corporales —ejecuciones públicas y amputaciones—, la restricción de derechos en la que mujeres y niñas son las principales afectadas —proscritas de sus garantías, el acceso a la instrucción escolar y la imposición de la burka—; así como la prohibición de las expresiones culturales, como la música y el cine. Tercero, un régimen que persigue con violencia a la disidencia, detonando artefactos y armas de fuego contra objetivos críticos a sus intereses, según dan constancia reportes de prensa.

El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, urgió ayer a los talibanes a respetar el derecho humanitario internacional, en cuanto a proteger las libertades y derechos de todas las personas; además, a asegurar que Afganistán nunca sea más refugio para el terrorismo. Sin embargo, el llamado debe ir un paso adelante para que, en una discusión amplia, terminemos de comprender por qué la democracia no encontró arraigo y cómo podemos evitar que esta lastimosa experiencia se repita en otras naciones.