En la reciente ola de manifestaciones en México, la aparición del Bloque Negro, un grupo de manifestantes vestidos de negro y con el rostro cubierto, nuevamente ha puesto de relieve la complejidad de la protesta social y la violencia que a menudo la acompaña. Sin embargo, lo que ha captado la atención de analistas y observadores es la respuesta del partido oficial, Morena, que esta vez ha optado por condenar los actos vandálicos y los enfrentamientos con la policía, en un giro notable respecto a su postura pasada en marchas anteriores, como la del 8 de marzo o las protestas contra la gentrificación.
La condena del partido y de otros líderes políticos se produce en un contexto donde la violencia no solo afecta la imagen de los movimientos sociales, sino también la legitimidad del gobierno. En el caso de las manifestaciones del 8 de marzo, que en años anteriores también presentaron momentos de tensión, el discurso oficial tendió a comprender y respaldar la causa detrás de la protesta, minimizando la gravedad de la violencia. Pero este fenómeno no se está repitiendo en las protestas recientes, lo que plantea interrogantes sobre la estrategia de imagen que está adoptando Morena ante un panorama cada vez más polarizado.
Las manifestaciones, a menudo un reflejo del descontento social, han estado marcadas en los últimos años por la incorporación del Bloque Negro. Este grupo ha sido crítico tanto de la violencia en las protestas como de la represión estatal. No obstante, el uso de tácticas que incluyen el vandalismo ha abierto un debate sobre la eficacia y la ética de esta forma de activismo. La violencia no solo provoca una reacción adversa en la opinión pública, sino que también permite que el gobierno desvíe la atención de los problemas subyacentes que generan el descontento, como la corrupción, la inseguridad y las políticas de gentrificación.
A diferencia de las protestas pasadas, la censura del Bloque Negro por parte de Morena parece ser una estrategia calculada. Este cambio podría responder a un reconocimiento de que el uso de la violencia en las manifestaciones socava la legitimidad de las causas que se defienden. Además, ante un contexto de creciente desaprobación hacia el gobierno, la suposición es que la condena a las acciones violentas puede ayudar a recuperar un espacio político que se está erosionando.
Sin embargo, esta estrategia de condena presenta riesgos. Al posicionarse en contra del Bloque Negro, Morena debe tener cuidado de no alienar a otros sectores del movimiento que podrían sentirse representados por los métodos más radicales de protesta. Ignorar las raíces de la frustración social que llevan a la radicalización de algunos grupos podría resultar en una mayor polarización y desafección entre la base de apoyo del partido.
Otro factor a considerar es que la violencia en las manifestaciones puede servir como un barómetro de la tensión social en el país. La presencia del Bloque Negro no solo es un síntoma de la frustración, sino que también refleja una creciente convicción en algunos sectores de que las tácticas tradicionales de protesta son insuficientes para generar el cambio que se busca. Este fenómeno debe ser examinado en el marco de una comunicación bidireccional entre el gobierno y la ciudadanía, donde se escuchen demandas y se aborden las inquietudes de manera efectiva.
En un análisis más amplio, las manifestaciones reflejan el descontento acumulado en la sociedad mexicana. Las consecuencias de la gentrificación, la inseguridad persistente y la sensación de que las necesidades del pueblo no están siendo atendidas son cuestiones críticas que deben ser abordadas por cualquier administración. La condena de la violencia, aunque válida, puede percibirse como un intento de silenciar un discurso más amplio y relevante que necesita ser discutido.
En conclusión, la condena de Morena hacia el Bloque Negro marca un cambio de estrategia que indica una tentativa de distanciarse de la violencia. Sin embargo, la administración debe ser cautelosa al abordar la raíz del descontento social, porque al final del día, la violencia en las protestas es solo un síntoma de problemas estructurales más profundos que no pueden ser ignorados. Si el gobierno realmente desea avanzar hacia una solución sostenible, debe comprometerse a un diálogo abierto y honesto con los ciudadanos.


























