La obsesión de Donald Trump con erradicar los cárteles del narcotráfico mexicanos, al punto de designarlos como organizaciones terroristas extranjeras (FTO) mediante una orden ejecutiva del 20 de enero de 2025, responde a una mezcla de prioridades políticas, estratégicas y simbólicas, pero su silencio sobre los cárteles estadounidenses revela contradicciones en su enfoque. Esta política, que intensifica la presión sobre México, se enmarca en un contexto de seguridad nacional, pero también en una narrativa electoral que busca resonar con su base.
Primero, la designación de cárteles como el de Sinaloa o Jalisco Nueva Generación como terroristas responde a la crisis de opioides en Estados Unidos, donde el fentanilo, mayormente traficado desde México, causó unas 70,000 muertes por sobredosis en 2024. Trump capitaliza este drama para proyectar una imagen de mano dura, prometiendo “eliminar” a los cárteles como parte de su agenda de seguridad fronteriza. Al clasificarlos como FTO, amplía las herramientas legales, permitiendo sanciones financieras, inteligencia militar y posibles operaciones especiales, lo que eleva el narcotráfico a amenaza de seguridad nacional.
Segundo, esta estrategia tiene un trasfondo geopolítico. Trump utiliza la designación para presionar a México, exigiendo mayor cooperación en migración y narcotráfico bajo amenaza de aranceles o acciones unilaterales. Al evitar mencionar cárteles estadounidenses, como las redes de distribución en ciudades como Chicago o Los Ángeles, Trump externaliza la culpa, presentando el problema como un asunto extranjero. Esto evita confrontar la complejidad interna del narcotráfico, donde actores locales facilitan el flujo de drogas, y refuerza su narrativa de una “invasión” desde el sur.
Tercero, el enfoque selectivo de Trump tiene raíces políticas. Hablar solo de cárteles mexicanos apela a su base electoral, que asocia la frontera con crimen y desorden. Al no mencionar redes estadounidenses, evita alienar a comunidades locales o sectores económicos implicados en el comercio ilícito, como pequeñas empresas que, sin saberlo, podrían estar vinculadas a actividades de lavado. Además, el término “terrorista” evoca una respuesta emocional fuerte, equiparando a los cárteles con grupos como ISIS, lo que justifica medidas drásticas sin necesidad de abordar la demanda interna de drogas, un factor clave según expertos como el Cato Institute.
Sin embargo, esta omisión plantea riesgos. Ignorar a los cárteles estadounidenses subestima su rol en la distribución y perpetúa una visión simplista que no aborda la raíz del problema: la demanda de drogas en Estados Unidos. Además, la designación como FTO podría escalar tensiones con México, que ve estas medidas como una amenaza a su soberanía, y generar retaliaciones de los cárteles contra ciudadanos estadounidenses, como advierte Brian Jenkins de RAND.
En conclusión, la obsesión de Trump con los cárteles mexicanos refleja una estrategia de seguridad, presión diplomática y cálculo político, pero su silencio sobre las redes internas revela un enfoque selectivo que podría limitar la eficacia de su política antidrogas.
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