¿Ser ricos es vergonzoso? La Hipocresía de la Izquierda Mexicana

En un episodio que encapsula las tensiones sociales de la México contemporánea, un joven irrumpió en el restaurante de una exclusiva tienda departamental —un bastión del lujo accesible solo para elites financieras— luciendo una playera con el provocador lema: «Ser rico es vergonzoso». Este acto no fue un capricho individual, sino el epítome de una campaña ideológica que ha ganado tracción en círculos progresistas: la estigmatización de la clase alta como un colectivo inherentemente culpable, cuya riqueza se presume derivada de prácticas ilícitas o, al menos, éticamente dudosas. La narrativa es clara: el éxito económico no es mérito, sino pecado social, un eco de retóricas populistas que buscan redistribuir culpas antes que fortunas.

La estrategia discursiva es clara: simplificar la complejidad de la estratificación social en un binomio ético de «pueblo bueno y austero» versus «élite rapaz y corrupta». Este marco ideológico funciona como una herramienta de movilización social y justificación política, reforzando la narrativa central de la «Cuarta Transformación» sobre la austeridad republicana y el combate a los privilegios. Al señalar a la riqueza como un factor de vergüenza, se busca deslegitimar a los adversarios políticos y económicos, creando un chivo expiatorio para los problemas estructurales del país.

Esta campaña, impulsada mayoritariamente por sectores de la izquierda política, se presenta como un llamado a la humildad colectiva y a la justicia social. Argumenta que las desigualdades en México —donde el 1% más rico acapara el 21% del ingreso nacional, según datos del Coneval— no son casuales, sino frutos de corrupción sistémica, evasión fiscal y explotación laboral. El joven activista, al elegir un escenario como el restaurante de Palacio de Hierro o Liverpool, simboliza una invasión simbólica: el pobre confronta al opulento en su propio territorio. Redes sociales amplifican estos gestos; videos virales de protestas similares acumulan millones de vistas, fomentando un discurso donde «ser rico» equivale a «ser cómplice» de la pobreza ajena. Es una estrategia efectiva para movilizar bases, recordando movimientos como Occupy Wall Street, pero adaptada al contexto mexicano de polarización post-2018.

Sin embargo, esta cruzada moral revela grietas profundas en sus promotores. La izquierda, encarnada en Morena —el partido gobernante desde 2018—, ha sido el motor principal de esta retórica antiélite. Figuras como el presidente Andrés Manuel López Obrador han popularizado frases como «el pueblo bueno» versus «la mafia del poder», pintando a los adinerados como antagonistas morales. Campañas como la de la playera del joven se alinean con esta visión, promoviendo la vergüenza como herramienta de cambio social. Pero el escrutinio se invierte cuando se examinan las revelaciones recientes sobre los propios militantes morenistas.

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En los últimos meses de 2025, filtraciones y reportajes periodísticos han expuesto un patrón alarmante: altos cuadros de Morena exhibiendo lujos incompatibles con su discurso austero. Por ejemplo, la diputada federal Claudia Sheinbaum —prima del actual presidente electo— fue vinculada a propiedades en Polanco valoradas en millones de pesos, incluyendo un penthouse con vistas al Parque Chapultepec. Otro caso es el de Ricardo Monreal, coordinador parlamentario, quien presume en Instagram relojes Rolex y viajes privados a Europa, financiados supuestamente por «donaciones partidistas». La senadora Citlalli Hernández no se queda atrás: sus redes rebosan de joyería de Cartier y yates en Acapulco, acompañados de captions sobre «lucha obrera». Estas ostentaciones no son aisladas; un informe de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) de septiembre de 2025 documenta al menos 47 propiedades millonarias entre 120 legisladores morenistas, muchas adquiridas post-elección sin declaración patrimonial clara.

La contradicción es evidente: mientras se avergüenza a la clase media-alta por un iPhone o un viaje anual, los líderes de Morena normalizan fortunas inexplicables. No hay campañas internas de «vergüenza» ni renuncias; al contrario, las defensas giran en torno a «ataques de la derecha» o «fake news». Esta hipocresía erosiona la credibilidad de la izquierda: ¿cómo pedir austeridad si sus élites la ignoran? En un país donde la pobreza afecta al 41.9% de la población (INEGI, 2024), estas revelaciones no solo cuestionan la integridad, sino que perpetúan el cinismo político. La campaña del «ser rico es vergonzoso» podría ser un bálsamo para las masas, pero sin autocrítica, se reduce a un arma selectiva contra opositores.

Políticamente, esta contradicción representa un flanco débil explotado por la oposición. El discurso que denuncia la riqueza solo mantiene su fuerza si los emisores de ese mensaje proyectan una vida que sea consistente con su retórica. Cuando los principales impulsores de la campaña «Ser rico es vergonzoso» son exhibidos presumiendo artículos de lujo o residencias costosas, el mensaje de austeridad se vacía de contenido y se convierte en una farsa discursiva.

En última instancia, este incidente invita a una reflexión más amplia: la lucha contra la desigualdad requiere coherencia, no dobles estándares. Si la riqueza es inherentemente vergonzosa, ¿por qué solo para unos? México necesita políticas reales —reforma fiscal progresiva, transparencia en declaraciones— en lugar de gestos performativos. De lo contrario, la playera del joven no será más que un meme efímero en la era de la posverdad.

El contraste entre el discurso y la realidad plantea un dilema fundamental para la izquierda política actual: ¿es la riqueza el problema o solo la riqueza de los adversarios? Si el objetivo es establecer una nueva ética pública basada en la moderación, la falta de una condena explícita o una rendición de cuentas sobre el origen de los lujos de sus propios miembros sugiere que la crítica es más una táctica de confrontación que un principio ideológico inquebrantable.

En conclusión, el análisis de este fenómeno político trasciende la anécdota de una camiseta. Se trata de una tensión estructural entre la retórica ideológica de la izquierda populista y la realidad material de su nueva clase política. La exposición de la opulencia de la élite gobernante, bajo un manto de supuesto anti-elitismo, no solo confunde a su base social, sino que también debilita la confianza en la honestidad de la causa transformadora. La legitimidad de cualquier proyecto político depende de la coherencia entre el decir y el hacer, y en este caso, el lustre de los lujos personales eclipsa la luz de la austeridad prometida.


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