Una de las claves para comprender el escenario político actual es, sin duda, la ambición. Definida por la Real Academia Española como el «deseo ardiente de conseguir algo, especialmente poder, riquezas, dignidades o fama», este concepto nos ofrece una lente para analizar gran parte de lo que ocurre en nuestro país.
Sin la ambición, resulta incomprensible el viraje de una carrera política de un partido a otro ideológicamente opuesto, incluso si el anterior fue objeto de severas críticas. Tampoco se puede entender, bajo esta misma luz, el cambio de discurso o los intentos de justificar acciones que contradicen el ideario partidista. El «chapulineo» político, es decir, el cambio de partido, es un ejemplo elocuente: mientras algunos políticos justifican su salto de Morena al PAN, o del PRI a Movimiento Ciudadano, como una forma de «continuar sirviendo», en las redes sociales se les acusa abiertamente de oportunismo. Los usuarios señalan casos como el de senadores que, tras perder una candidatura, migran a otra fuerza política sin el menor reparo.
La búsqueda del poder y la permanencia en la esfera pública impulsan a ciertos actores a transitar entre partidos con una sorprendente facilidad, legitimando estos movimientos bajo el pretexto de la continuidad en su carrera o la adhesión a nuevos proyectos. Esta flexibilidad ideológica genera un escepticismo palpable entre la ciudadanía, que percibe estas acciones como un mero oportunismo en la consecución de privilegios.
Asimismo, la ambición por mantener el puesto —ya sea de elección popular o en el gobierno— lleva a defenderlo a toda costa, incluso con medidas de tinte autoritario, como el recurso de la censura disfrazada de acusación de violencia política de género.
Esa «cosa que se desea con vehemencia» —según una definición secundaria de la misma fuente— es un motor que impulsa carreras, pero también distorsiona ideales. En un sistema donde los privilegios de la clase política —sueldos elevados, viajes lujosos y acceso a redes de poder— son patentes, la ambición a menudo supera la lealtad a los principios.
Los discursos contradictorios también alimentan el escepticismo. Mientras algunos líderes predican austeridad, sus estilos de vida ostentosos —casas de lujo, eventos extravagantes— desmienten sus palabras, erosionando la confianza ciudadana. Esta ambición desmedida, que prioriza el poder personal sobre el bien común, debilita la legitimidad de los partidos y fomenta el desencanto. En México, la política parece, para muchos, un juego de privilegios más que de servicio, donde la ambición no conoce límites ni colores partidistas.
La ambición es una fuerza motriz inherente a la actividad política, pero en el contexto mexicano, su manifestación a menudo se entrelaza con fenómenos que desafían la confianza pública y la solidez institucional. La existencia de un sistema que, en ocasiones, ha subordinado las ambiciones individuales al control partidista y presidencial ha contribuido a esta dinámica. Sin embargo, la alternancia política y la fragmentación partidista no han erradicado la percepción de que la política es un medio para acceder a beneficios personales. Los discursos, a menudo grandilocuentes y llenos de promesas, contrastan abruptamente con la ostentación de lujos y estilos de vida que no se corresponden con la vocación de servicio público. Esta incongruencia alimenta la desconfianza, sugiriendo que la ambición, lejos de ser un motor para el bien común, puede convertirse en una herramienta para el enriquecimiento y el mantenimiento de una élite desconectada de las realidades ciudadanas. La lucha contra la corrupción y el clientelismo busca mitigar estos efectos, pero el desafío persiste en construir una cultura política donde la ambición sea un catalizador para la transformación social y no para el privilegio personal.
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