Globalifóbico

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El término globalifóbico fue popularizado por Ernesto Zedillo en el año 2000 para describir a quienes, desde la trinchera política, se oponían a la globalización y a los acuerdos de libre comercio. Andrés Manuel López Obrador encajaba perfectamente en esa definición: desde un inicio se mostró crítico y renuente al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, al que veía como una amenaza para la soberanía nacional. Si bien ya en la Presidencia permitió que el T-MEC siguiera su curso, su retórica patriotera, ultranacionalista e ideológica terminó por provocar un efecto globalifóbico que hoy golpea severamente al país.

El Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC) fue diseñado para garantizar certidumbre a las inversiones, abrir mercados y consolidar a México como socio estratégico en Norteamérica. Hoy, a menos de dos años de su revisión formal en 2026, ese andamiaje tambalea no por obra de la fatalidad, sino por las decisiones tomadas en el sexenio del globalifóbico López Obrador, cuyas políticas sembraron la desconfianza que ahora estalla en la cara de la actual administración.

Desde 2020, Washington expresó preocupación por las medidas energéticas adoptadas por el gobierno de López Obrador. Su proyecto de “rescate” de PEMEX CFE se tradujo en prácticas abiertamente discriminatorias contra la inversión privada y en una violación flagrante a los compromisos asumidos bajo el T-MEC. Mientras el discurso oficial presumía “soberanía energética”, los socios comerciales acumulaban evidencia de un patrón: contratos cancelados, permisos negados, retrasos regulatorios y un entorno hostil para cualquier empresa que no fuera estatal.

Los datos hablan por sí mismos. Durante el sexenio de López Obrador, la inversión extranjera directa en el sector energético se desplomó. En 2018, México captó alrededor de 5 mil millones de dólares en ese rubro; para 2023, apenas superaba los 600 millones. La consecuencia fue doble: un sector energético debilitado y una creciente tensión con Estados Unidos Canadá, que veían en esas decisiones un incumplimiento del tratado. López Obrador abrió la puerta a la confrontación. Hoy el costo de esa soberbia pasa factura a la actual administración y amenaza con ser pagado por millones de mexicanos.

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El pliego de inconformidades que el senador Marco Rubio entregó a la presidenta Claudia Sheinbaum no es un invento reciente, sino la acumulación de agravios de siete años. La lista incluye trabas regulatorias en agricultura, salud y servicios financieros, restricciones a productos biotecnológicos, demoras en los registros sanitarios de COFEPRIS, opacidad en las aduanas y la falta de reglas claras en materia de propiedad industrial y derechos de autor. Todos estos obstáculos florecieron durante la administración pasada, que optó por debilitar instituciones y concentrar decisiones en manos del Ejecutivo.

López Obrador impulsó el desmantelamiento de la arquitectura institucional que daba confianza a inversionistas y socios, y Sheinbaum lo formalizó. La desaparición de órganos como la COFECE y el IFT no fue un error técnico, sino un acto deliberado para centralizar poder. En nombre de la austeridad y la soberanía, se destruyeron organismos que vigilaban la competencia y garantizaban certidumbre en telecomunicaciones, energía mercados regulados. El resultado: un país menos transparente, menos confiable y más vulnerable frente a sus principales socios comerciales.

La erosión institucional no se limitó al terreno económico. López Obrador, con el respaldo posterior de Sheinbaum, abrió la ruta de la politización judicial al impulsar una reforma que minó la independencia de jueces y magistrados. El último recurso que tenían inversionistas y empresas extranjeras —un tribunal imparcial y técnico— fue diluido. El mensaje a nuestros socios comerciales fue claro: en México ya no hay árbitros independientes, solo funcionarios subordinados al grupo político en el poder. Ese fue el legado de un presidente que confundió soberanía con sometimiento institucional.

Las consecuencias de este legado globalifóbico son potencialmente catastróficas. Más del 80% de nuestras exportaciones —equivalentes a más de 460 mil millones de dólares anuales— dependen de Estados Unidos Canadá. Si el T-MEC colapsa, México perdería su acceso privilegiado al mercado más grande del mundo. Eso implicaría sanciones arancelarias, salida de capitales, devaluación del peso e inflación desbordada. En términos prácticos: empleos perdidos, alimentos más caros, manufacturas detenidas y pobreza en aumento. Lo que el globalifóbico López Obrador pensó como defensa de la patria se ha convertido en una amenaza a la estabilidad nacional.

El país necesita rectificar con urgencia. El gobierno de Sheinbaum debe abandonar la retórica heredada y reconstruir la confianza con nuestros socios. Se requiere rescatar la independencia judicial, devolver facultades a los órganos reguladores, garantizar reglas claras y practicar una diplomacia seria, no ideológica. De lo contrario, lo que inició como un error político del globalifóbico López Obrador puede convertirse en una tragedia económica nacional.

@JTrianaT


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