Si se trata de ganar elecciones, entonces se trata de mostrar que nuestros candidatos, sus programas y promesas, así como su experiencia, perfil y trayectoria, convenzan al electorado de votarlos a favor.
Para convencer a ese electorado, se requieren muchas cosas, algunas de ellas buenos razonamientos, otras afectivas. El ciudadano, como lo hace para muchas decisiones de su vida, decide más conforme a la emotividad que al razonamiento: “esto es lo que quiero… ¿por qué? Pues porque sí, quizá no lo puedo explicar, pero así me gusta”.
A nivel internacional, está bien visto que la decisión del voto tiene más bases emocionales que racionales. Así, cuando un observador se sorprende del porqué una población da su voto mayoritario al candidato que la razón dice es “el malo”, es porque quiere que la gente decida por razón, no por emoción. Pero no sucede así.
Ganan los que “no debieron ganar”, y luego viene la frase de que las naciones tienen los gobiernos que se merecen. Bueno, se lo merecen porque suficientes ciudadanos fueron seducidos por el canto de las sirenas del mal candidato, de su mal partido, y votaron por ellos.
Por eso el populismo gana votos. Cuando el Estado regala cosas, con el dinero proveniente de la misma población, da al ciudadano algo que le conmueve. No es el regalo muchas veces, sino la seducción del benefactor que mira por las necesidades inmediatas de su gente. Y vuelven a votar por ellos, aunque el país esté mal, no haya progreso. El inmediatismo compra voluntades, simpatías convertidas en votos y en apoyo popular frente a las críticas fundadas de los adversarios.
Al ciudadano “pensante” le molesta, le enferma el triunfo del populista, no lo entiende y no puede comprender por qué miles o millones de ciudadanos votan y apoyan a quien no se debe. Y es que el instrumento de análisis está equivocado. Deben analizarse las emociones, no las razones.
De esta forma, el buen candidato debe recurrir también a la emotividad, pero no para engañar, sino para convencer. Tiene que ganar la confianza del votante de que lo vea como la mejor opción, no como la mejor razón. Por eso la buena imagen del candidato y su partido o grupo postulante deben tener una buena imagen, creada por ellos mismos.
Las ofertas de campaña, vistas como muestra de interés del candidato por la población a la que se dirige, pueden ganarle votos. Promesas absurdas ganan simpatías, no se razonan. Recurriendo a la emoción, captan simpatías y votos tanto los buenos como los malos. Mostrar “auténtico” interés en mejorar la vida ciudadana funciona, aunque si la autenticidad sea más que falsa, pero bien presentada, bien teatralizada.
Expertos en campañas políticas lo saben bien. Y recurren a la emoción y no a la razón. Pero quienes no son expertos y apoyan a sus candidatos sobre los adversarios, recurren a la emoción pero en sentido inverso. No tratan de ganar la simpatía para su candidato, sino explotar las emociones negativas, las del odio, el rencor, contra los adversarios.
Estas campañas a veces formales y en gran mayoría informales (aún orquestadas por equipos de campaña), de denostar al adversario en vez de elogiar a su favorito, son lo más común. Los estrategas de campaña hurgan y mandan hurgar en la vida del adversario, buscan puntos débiles para atacarlo. Cualquier evento útil para denostarlo es bienvenido y utilizado. ¿Inmoral? Por supuesto.
Pero para el ciudadano común que hace su propia campaña por su candidato favorito, el recurso a la emotividad electoral no se basa en santificar al suyo, sino en poner en vergüenza al contrario. Así lo vemos en las redes sociales.
Lo más común es ridiculizar al contrario, ofenderlo para que sus simpatizantes dejen de apoyarlo. Pues no funciona así. Si ofenden a quien me simpatiza, la razón no funciona, al contrario, se desencadena una reacción de refuerzo de la simpatía: “le atacan porque le tienen miedo”.
Pero la agresión, la denostación, el ridículo de los propagandistas espontáneos contra los adversarios y sus simpatizantes no producirán el efecto deseado. En síntesis: no sirven para nada. Funcionan al revés, refuerzan los lazos emocionales. Esto vale en la política y en la vida diaria.
Conclusión: injuriar, ridiculizar al adversario no cambiará ni simpatías ni intenciones de voto. Es más, aún la denuncia auténtica de la falsedad del contrario tiene efectos muy limitados. Las personas no gustan de saber que se equivocan en sus simpatías, no les agrada avergonzarse ante sí mismos, menos ante los demás. Esta política electoral debe abandonarse ¡no funciona!
La mente del estratega le dice que las campañas, efectivamente, deben basarse en ganar emocionalmente, pero siendo propositivos. Y la mente del propagandista espontáneo de las redes sociales o de charlas de café, debe también decirle que denostar es un esfuerzo inútil, que le puede ser muy divertido pero que no ganará simpatías a su candidato y/o su partido y no destruirá simpatías por el adversario.
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