El juego es perverso

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Normalistas de Ayotzinapa están hospitalizados, después de un enfrentamiento con fuerzas estatales.

El Centro de Derechos Humanos de la Montaña de Tlachinollan afirma que tienen fracturas en brazos y piernas, heridas en el rostro y contusiones en diferentes partes del cuerpo, incluyendo la columna vertebral.

Los lesionados esperaron durante horas para recibir atención médica, excepto Juan Castro, de 19 años, por presentar traumatismo craneoencefálico y riesgo de morir.

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Total, esos son los resultados del juego que ya ni siquiera es noticia. Sucede frecuentemente en esa zona y en otras del país. Más aún, no pocos asumen como bien merecidas esas palizas, por tratarse simplemente de “criminales” que asaltan comercios, roban e incendian vehículos, crean caos y agreden al comercio y a la población.

A esta injusta y peligrosa realidad bien se le puede considerar un juego perverso de sociedad y gobierno en el que, por acción u omisión, de alguna manera todos participamos.

Los antecedentes son obvios y sabidos:

UNO. La pobreza ancestral —y creciente— de millones de mexicanos, con lo que ello implica de dolor, frustración y resentimiento. Si no tienen, al menos, esa línea imaginaria que llamamos horizonte, que les permita trazar un camino de estudio, trabajo y realización humana, a nadie debe sorprender que anide la violencia en el corazón de los que carecen de todo y, por eso, nada tienen que perder.

No nos engañemos: el México empobrecido es una cantera inagotable de subversión y criminalidad.

DOS. Hay, en gran medida, indolencia y claudicación históricas de los grupos de poder político, económico, cultural, religioso y social privilegiados. Salvo casos verdaderamente relevantes y de excepción.

Por ello, debemos concluir que las trascendentes decisiones adoptadas por la Secretaría de Educación, procedentes y certeras, resultarán insuficientes si sociedad y gobierno no combatimos, unidos, la ignorancia  y la pobreza.

La liberación de la educación pública, así como de maestros y estudiantes, y el gasto gubernamental para dignificar el trabajo docente y brindar de buena calidad la educación de los desposeídos, deben ser acompañados por la solidaridad de los ciudadanos.

Debemos partir de esas verdades inocultables:

La primera, que el gobierno es incapaz de revertir, por sí solo, las causas generadoras del problema.

La segunda, que de nada sirve alegar que los muertos y desaparecidos de Ayotzinapa —más allá del duelo que destroza la vida de sus familiares— se han convertido en bandera de anarquistas y criminales para justificar todo tipo de desmanes.

Debe quedar claro que a los maestros les corresponde enseñar, a los jóvenes estudiar, al gobierno generar condiciones para que el magisterio y los estudiantes sean tratados con dignidad —independientemente de que la autoridad debe reprimir los actos de violencia, aunque lleven etiqueta de protesta social— y a los ciudadanos nos corresponde  incorporar en nuestra agenda diaria un componente de servicio social ineludible.

Mientras continúe el juego perverso en el que unos vandalizan, otros reprimen y otros más se quejan y viven su propio egoísmo, para nadie habrá un buen futuro.

La tarea para superar esa insoportable realidad es deber de todos y, además,  inaplazable.

Sin conciencia personal no habrá conciencia colectiva.


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