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¿Defensa o Desvío en Morena?

En el convulso panorama político mexicano de octubre de 2025, la presidenta nacional de Morena, Luisa María Alcalde, ha marcado un giro en su narrativa ante la avalancha de escándalos que involucran lujos inexplicables de militantes del partido. En declaraciones recientes, Alcalde reconoció por primera vez que estos episodios —viajes exóticos, propiedades millonarias y derroches ostentosos— han «golpeado» la imagen de Morena, erosionando su capital moral como abanderado de la austeridad republicana. Este mea culpa, sin embargo, viene envuelto en la habitual muleta de la «campaña de desprestigio» orquestada por opositores, un recurso que revela más sobre la estrategia de contención del partido que sobre una autocrítica genuina.

El contexto es demoledor. Desde julio, filtraciones y reportajes han expuesto a figuras clave de Morena en excesos que contradicen el ethos fundacional del movimiento de la Cuarta Transformación (4T). El detonante inicial fueron las vacaciones lujosas en Europa y Asia de pesos pesados como Andrés Manuel López Beltrán, hijo del expresidente AMLO, así como de otros de sus compañeros de partido captados en resorts de élite. No paró ahí: la familia Monreal, encabezada por el influyente Ricardo, ha sido salpicada por polémicas sobre propiedades y joyería de diseñador, mientras que la diputada Hilda Araceli Brown enfrenta acusaciones de enriquecimiento ilícito vía contratos opacos. Un informe de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) estima que al menos 35 legisladores morenistas han incrementado su patrimonio en un 40% desde 2021, sin justificaciones claras en declaraciones fiscales.

Alcalde, quien asumió la dirigencia en agosto tras las elecciones, inicialmente minimizó el impacto: «En Morena no toleramos corrupción, estos casos no repercuten en el partido», afirmó en conferencias previas. Pero la presión acumulada —amplificado por redes sociales y medios como Reforma y El Universal— forzó el viraje. En una rueda de prensa el 10 de octubre, admitió: «Sí, hemos dañado al partido; ¿qué alternativa le queda al país si nos debilitamos?». Inmediatamente, sin embargo, pivotó: los escándalos son «ataques de la mafia del poder» para desestabilizar a la 4T ante las elecciones intermedias de 2027. Esta dualidad —concesión seguida de victimización— no es casual; es un clásico de la política populista mexicana, heredado de AMLO, que desvía el foco de la rendición de cuentas hacia conspiraciones externas.

Políticamente, el costo es alto. Morena, que arrasó en 2024 con promesas de humildad, ve su aprobación interna caer al 52% según encuestas de Mitofsky, un retroceso de 8 puntos en tres meses. La dirigencia ha respondido con expulsiones tardías, como la de un líder local apodado «el de la barredora» por malversación, pero estas parecen cosméticas: no tocan a los intocables como los Monreal. Alcalde insta a la militancia: «Sean ricos, pero no lo muestren», un eufemismo que evoca la «austeridad selectiva» criticada por analistas. En X, el debate hierve: usuarios como @LuisCardenasMx tildan de «cinismo» esta postura, mientras posts virales acumulan miles de interacciones cuestionando la coherencia.

Esta estrategia de Alcalde busca estabilizar el barco, pero ignora la raíz: la falta de mecanismos internos de fiscalización. En un México donde el 46% de la población vive en pobreza (Coneval 2025), estos lujos no son anécdotas; son grietas en el contrato social de Morena. Si la dirigencia opta por el desdén en lugar de reformas —como auditorías independientes o topes éticos reales—, el desgaste podría costarles la mayoría en el Congreso. La pregunta persiste: ¿es esta admisión un paso hacia la madurez institucional, o mero teatro para capear el temporal? Solo el tiempo, y las urnas, lo dirán.


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