La lluvia, ese fenómeno natural que nos regaló a Tláloc y a los discos de José José, llegó a la CDMX no para refrescar el ambiente, sino para recordarnos que vivimos en una olla de tamales con drenaje colapsado. Es la temporada en la que los chilangos aprendemos a nadar sin alberca y a navegar en el metro con un paraguas de adorno.
Y claro, mientras el caos vial nos convierte el trayecto de 30 minutos en 3 horas, con el coche flotando cual patito de hule en la Alameda, nuestros gobernantes, cual DJ’s de bodas, andan más ocupados en montar el siguiente concierto masivo en el Zócalo. ¿Para qué arreglar el drenaje profundo si puedes invitar a los Fabulosos Cadillacs? A fin de cuentas, la gente prefiere bailar que llegar a tiempo a su casa. El drenaje es un problema invisible, aburrido, que solo molesta cuando ya tienes el agua al cuello, literalmente. En cambio, un concierto es un espectáculo, una buena foto para redes sociales, un evento que te hace sentir que la vida es una fiesta, aunque afuera el mundo se esté ahogando.
Y no se diga del otro clásico: la banderota gigante del arcoíris. Una joya de la ingeniería social. ¿Unos cuantos millones para una tela gigante que no arregla ni una coladera? ¡Claro que sí! Votos, amigos, todo se trata de votos. Al final del día, los políticos nos dan circo, nos dan pan y nos dan hasta un festival de globos aerostáticos, mientras nosotros, los ciudadanos, seguimos en el fondo del pozo, o mejor dicho, en el fondo del bache. Porque al parecer, en esta ciudad, es mejor que te vean con una bandera de la diversidad que con las botas de hule.
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