La lucha entre partidos no nos hace posible distinguir posiciones ideológicas diversas. Más bien se confirma que es la lucha por el poder.
La política debe emprenderse sin demasiadas esperanzas, como se firman los testamentos, sin esperanzas de reciprocidad.
Ikram Antaki
La democracia se sustenta en virtudes. No es la obediencia ciega ni corresponde a una sumisión indigna. Sus principios son elementales: responsabilidad del mandatario (gobernante) y del mandante (ciudadanía); requiere de naturalidad, esto es, autenticidad, sencillez, transparencia, contrario a la artificialidad. Desafortunadamente la política mexicana está cargada de apariencias, de fachadas.
Otra patología es la simulación. El discurso político ha perdido verosimilitud y veracidad. El acto político se ha tornado hueco. Los partidos locales, creados desde el poder gubernamental y con fuerte apoyo económico, son meros engaños. Las fracciones parlamentarias de los congresos locales son muchas veces cooptadas para aprobar cuentas públicas y adquirir créditos. Tarde reacciona el Congreso de la Unión con la aprobación de la Ley de Disciplina Financiera de las Entidades Federativas y los Municipios.
Nuestro Poder Legislativo ha hecho del viejo lema popular “Después del niño ahogado, el pozo tapado”, su divisa de trabajo. Los enormes adeudos adquiridos por los gobiernos estatales y municipales bastan para dimensionar las inmensas dificultades de las próximas generaciones para poder solventar esos compromisos.
La lucha entre partidos no nos hace posible distinguir posiciones ideológicas diversas. Más bien se confirma que es la lucha por el poder.
Se simula mediante la ley. En muchas ocasiones es dramático el extravío del sentido justiciero, lo cual nos confirma nuestro endeble Estado de derecho. Si somos capaces de aparentar la aplicación de la ley, en todo lo demás es evidente la artimaña.
Si no se conoce la verdad, estamos en el terreno de la ignorancia, pero si se conoce la verdad y no hay consecuencias, caemos en el cinismo. Las autoridades electorales, enredadas en una madeja de ordenamientos jurídicos, han cometido graves fallas. Estoy de acuerdo en defender los derechos de los ciudadanos y que haya instancias judiciales que puedan intervenir y obligar a los partidos a que se respeten esos mínimos derechos, pero no debe judicializarse la designación de candidatos, un exceso que está pervirtiendo aún más nuestra democracia.
Hay otra situación verdaderamente preocupante. Prácticamente en todas las elecciones extraordinarias por haberse anulado un proceso, gana el candidato originalmente triunfador. Esto puede ser producto de una ley mal hecha, un veredicto equivocado de la autoridad electoral, una ciudadanía que no castiga a quien incurrió en prácticas ilícitas o estas tres posibilidades.
De acuerdo con una consulta reciente de Mitofsky, 61% de los mexicanos percibe que no vamos por el rumbo adecuado, mientras 25% cree lo contrario. Una de las causas de ese malestar es que no hemos arribado a la democracia anhelada por muchas décadas.
De ninguna manera los males antes señalados son los únicos, simplemente quise señalar algunos ejemplos.
Todo lo anterior debe obligar a la clase política a una profunda reflexión: ¿nuestra transición fracasó al no arribar a un nuevo sistema político congruente con sus principios o bien nos quedamos empantanados en el tránsito? ¿Qué hacer?
Uno de nuestros más preclaros pensadores, Roger Bartra, señala una idea fundamental: “La emergencia de nuevas formas de pensar lo político y lo social parece una tarea inaplazable”. Dejemos ya de engañarnos con profundas reformas legales como la irreal Constitución para la Ciudad de México. Antes que todo, seriedad para asumir compromisos y autoridad moral para cumplir deberes.
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