Del Zócalo a Coahuayana

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Ignoraron al elefante en el asta bandera, pero se hizo otra vez presente en Michoacán, con tal fuerza que cimbró Palacio Nacional mientras la presidenta Sheinbaum hablaba de un país de fantasía, amenazado por delirantes conspiraciones, en una plaza llenada por el aparato estatal para celebrar su estancia en el poder. La realidad no estaba invitada, pero les aguó la fiesta con el estruendo y la estela de muerte de un coche bomba que estalló frente a la comisaría de Coahuayana.

Los siete años de “transformación” son pretexto, la movilización y el mitin fueron reacción a las multitudinarias marchas del 15 de noviembre, convocadas por la Generación Z, que sirvieron como catalizador de la indignación ciudadana por el asesinato de Carlos Manzo y el abandono que lo hizo posible. Paradójicamente, el poder del crimen organizado brilló por su ausencia en el discurso presidencial… pero al día siguiente apareció en las primeras planas de todos los periódicos.

La respuesta del gobierno federal a problemas e inconformidades es el autoengaño y no permiten que nada contradiga la narrativa plana y falsaria del cambio épico que le trajo felicidad al pueblo. Si alguien no lo reconoce es porque, acusan, sirve a la oligarquía y quiere recobrar privilegios perdidos. Reciclan ad nauseam la misma gastada historieta, ninguna protesta contra ellos se justifica y se adjudican el monopolio de la legitimidad de la movilización social, así la lleven a cabo mediante el más descarado acarreo de clientelas y de contingentes del sindicalismo charro.

Aunque ahora, debido a la presión norteamericana, se dan decomisos y capturas impensables en el sexenio pasado, no cambia el discurso adversarial del régimen. El enemigo no son los criminales que nos amenazan a todos, sino la oposición, los disidentes, la prensa libre, los periodistas independientes, los opinadores no alineados, en síntesis, los que desentonan del triunfalismo oficialista.

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Ni porque los cárteles recurren al terrorismo y amenazan la seguridad nacional, los ven como el enemigo común desde el gobierno. El problema son las causas, el neoliberalismo es el responsable y la solución pasa por las becas y los programas sociales. Los criminales sí son pueblo, no los que discrepan y niegan las dogmáticas bondades del paraíso cuatroteísta, atreviéndose a difundir evidencia que desmiente los otros datos.

No parece un error de análisis, la política de abrazos, impulsada por López Obrador, favoreció la colusión e incluso la penetración del crimen en estructuras de gobierno. En las elecciones de 2024 asesinaron a 30 políticos y más de siete mil candidatos fueron obligados a renunciar. Es cada vez más exultante la operación electoral de las organizaciones criminales; cuando éstas deciden el resultado, su influencia política crece para beneficio de sus negocios ilegales. Contra eso se enfrentó Carlos Manzo.

En Tabasco, La Barredora tuvo el control de la seguridad pública en el primer gobierno del obradorato y no es casual que la violencia esté desatada en Sinaloa y Michoacán, dos estados en los que el peso de la narcopolítica es innegable. La depuración de gobiernos e instituciones debiera ser la mayor prioridad del Estado mexicano, no combatir molinos de vientos para alimentar la polarización que divide y confronta a una sociedad en zozobra por la violencia criminal que nos amenaza a todos. Ni para eso convoca a la unidad la Presidenta.

¿Prefieren cogobernar con el crimen antes de admitir que el respaldo de la pluralidad es necesario para enfrentar el problema y que la destrucción de la democracia está favoreciendo la conformación de un Estado mafioso, tal y como sucedió en Venezuela? Nadie se beneficia más del despropósito de privilegiar la lucha facciosa y partidista, antes de ver por la seguridad de la población, que la delincuencia que siempre irá por más, pues ésa es su naturaleza.

Si el trágico atentado contra Carlos Manzo y el coche bomba en Michoacán no son un punto de inflexión, nada lo será. Atiborrar el Zócalo con acarreados desde el poder no es expresión de fuerza ni significa que las cosas van bien. Solo muestra la prepotencia del necio que niega la realidad para no rectificar.

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