La reciente declaración de la presidenta de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, ha sacudido el debate público sobre el papel de diversas manifestaciones sociales en nuestro país. Al señalar que “hay quienes se manifiestan para mantener privilegios que ya no queremos que existan”, Sheinbaum se adentra en una dinámica compleja en la que se entrelazan el activismo social, el cambio generacional y la crítica a la corrupción crónica que ha permeado a la clase política mexicana.
En los últimos meses, hemos sido testigos de manifestaciones significativas protagonizadas por la Generación Z, así como por grupos de agricultores y transportistas. Estos movimientos, muchas veces descalificados como simples expresiones de descontento juvenil o demandas sectoriales, plantean cuestiones más profundas que tocan la esencia del cambio social que busca México. La presidenta, al referirse a estas manifestaciones, no solo aborda el descontento inmediato, sino que también invita a la reflexión sobre el lugar que ocupan estas luchas en el contexto de la política actual.
Uno de los aspectos más destacados es el hecho de que estas manifestaciones emergen de inclinaciones por un sistema más equitativo, menos centrado en la perpetuación de privilegios. Por ejemplo, la lucha de la Generación Z, quienes han alzado la voz en diversas plataformas y en las calles, se articula no solo contra políticas que consideran obsoletas, sino también contra un modelo que perpetúa la desigualdad y promueve la impunidad. En este sentido, su activismo puede entenderse como una demanda de mayor transparencia y responsabilidad de un gobierno que históricamente ha fallado en rendir cuentas.
Los ejemplos mencionados por Sheinbaum —que recuerdan la toma de pozos petroleros, las movilizaciones del Barzón o el plantón en Reforma de 2006— subrayan un patrón de protesta que ha sido fundamental en la historia contemporánea de México. Cada uno de esos movimientos ha buscado, de alguna u otra manera, desafiar un orden establecido que favorece a unos pocos en detrimento de las mayorías. Sin embargo, a lo largo de las décadas, estas luchas han dado lugar a una clase política que, más allá de aprender de las lecciones del pasado, parece haberse aferrado a esos privilegios con mayor fuerza.
La crítica implícita de Sheinbaum a las manifestaciones también puede interpretarse como una apología de su administración, que ha prometido erradicar los abusos de poder y el despilfarro. Pero esto nos lleva a una interrogante crucial: ¿qué se hace entonces con aquellos que, en su descontento, buscan defender los pocos derechos que les quedan frente a un sistema que, aunque se diga transformado, a menudo pareciera ignorar su existencia?
Este enclave de privilegios, donde el gobernante actúa más como un supervisor de intereses particulares que como un servidor público, nos lleva a replantearnos el rol de la protestas en la sociedad actual. En este sentido, es urgente entender que las manifestaciones no solo son estallidos de ira, sino demandadas por una población que, en su mayoría, ya no siente representada por el sistema político ni por quienes lo integran.
El desafío para la administración de Claudia Sheinbaum y sus sucesores es, entonces, no solo escuchar el clamor de sus ciudadanos, sino también integrar genuinamente este clamor a su agenda. Ignorar los gritos de aquellos que buscan justicia por medio de la protesta puede llevar a una mayor polarización y, quizás, a un cuestionamiento más profundo del contrato social que une a gobernantes y gobernados.
En conclusión, es fundamental que el diálogo entre los gobernantes y la sociedad civil no solo se mantenga abierto, sino que se profundice. La transformación de México exige no solo el cambio de políticas, sino también un replanteamiento de nuestras estructuras de poder y la manera en la que se representan las voces históricamente marginadas. Privilegios que ya no queremos, sí; pero también es crucial que comprendamos qué se oculta detrás de las demandas sociales actuales.



































