¿Unidad en Morena? Rencores que Explota la Derecha

En un momento de aparente consolidación postelectoral, la presidenta nacional de Morena, Luisa María Alcalde, lanzó un llamado urgente a la militancia: «No exhiban diferencias en público, porque con eso le hacen el caldo gordo a la derecha». Pronunciado durante una conferencia en Tijuana el 3 de octubre de 2025, este mensaje busca blindar la imagen del partido gobernante ante las grietas visibles que amenazan su hegemonía. Alcalde enfatizó la necesidad de resolver conflictos internos «en casa», evitando que se conviertan en munición para la oposición, que ya capitaliza cualquier fisura para cuestionar la solidez de la Cuarta Transformación. Pero, ¿es factible esta unidad forjada en el silencio? La respuesta radica en los orígenes mismos de Morena, un movimiento híbrido nacido de alianzas pragmáticas que, lejos de homogeneizarse, arrastra herencias ideológicas y personales incompatibles.

Morena no surgió de un bloque monolítico, sino como un mosaico político impulsado por Andrés Manuel López Obrador en 2011 como movimiento social, para convertirse en partido en 2014. Su crecimiento explosivo se alimentó de deserciones masivas de los viejos partidos: exmilitantes del PRI, como Alfonso Romo o incluso figuras cercanas a Peña Nieto; del PAN, con disidentes conservadores que veían en AMLO un mal menor; y del PRD, donde el propio López Obrador había sido expulsado en 2012 por su radicalismo. A esto se sumaron grupos de izquierda fragmentada, desde trotskistas hasta ecologistas, unidos por un denominador común: el rechazo al «neoliberalismo» y la corrupción de los sexenios previos. Sin embargo, esta convergencia fue más táctica que orgánica. Las rencillas no desaparecieron; se incubaron. Ejemplos abundan: las pugnas entre «jaramistas» (leales a René Bejarano, ex-PRD) y «renovadores» (ex-PRI) por candidaturas locales; o las tensiones como las que se dan con Marcelo Ebrard, cuya lealtad siempre se midió en términos de ambición personal.

Esta diversidad ideológica genera fricciones estructurales. Morena alberga desde estatistas radicales que sueñan con expropiaciones hasta liberales moderados que coquetean con el mercado. En el PAN y PRI, se forjaron hábitos de negociación clientelar; en el PRD, de movilización callejera. Hoy, con Claudia Sheinbaum al frente del gobierno, estas tensiones emergen en debates sobre reformas energéticas o judiciales, donde ex-PRI defienden subsidios corporativos mientras ex-PRD exigen purgas anticorrupción. Las elecciones de 2024 expusieron estas grietas: defecciones como la de Miguel Ángel Yunes (ex-PAN) a la oposición, o las filtraciones de chats internos que revelan celos por cuotas de poder. Alcalde lo sabe; su llamado no es ingenuo, sino una estrategia de contención en un partido que, sin AMLO como pegamento carismático, arriesga la implosión.

¿Posible la unidad? En teoría, sí, si Morena invierte en formación ideológica profunda, como propone su Instituto Nacional de Formación Política. Pero en la práctica, las rencillas persisten porque Morena no ha resuelto su identidad: ¿es un movimiento transformador o un catch-all party que absorbe lo mejor (y lo peor) de la política mexicana? La derecha, atenta, ya tuitea sobre «el Frankenstein político» que devora a sus propios hijos. Alcalde apuesta por la disciplina, pero sin reconciliación genuina, el silencio solo pospone el estallido. En un México polarizado, Morena necesita más que llamados: una narrativa compartida que trascienda pasados. De lo contrario, sus diferencias no solo alimentarán a la oposición, sino que erosionarán el proyecto mismo.

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