¿Una relación a la brasileña?

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Brasil ha estado sufriendo constantes problemas. La baja en el precio de las materias primas, su principal fortaleza, incluyendo el petróleo inició todo. La deficiente actividad económica ha tocado profundamente el ánimo popular, el que se ha volteado contra la corrupción que sacude al país. A pesar de que en Latinoamérica esta lacra es mal endémico, y que Brasil ha superado muchos episodios de corrupción, ahora ha llegado al límite de la tolerancia popular. Las manifestaciones se han desatado y han alcanzado incluso a solicitar la renuncia de la una vez popular Presidenta.

México también ha tenido múltiples casos de corrupción gubernamental, inclusive en el nivel más alto, pero ninguno provoca manifestación alguna. Presidentes municipales, diputados, gobernadores, etc. han sido señalados, y rara vez encausados. Muestras evidentes de corrupción, modos de vida dispendiosos, grandes villas y autos lujosos han sido exhibidos en publicaciones y videos, pero el público no se siente aludido ni se mueve a protestar. Acepta todo por razones no muy claras.

Pareciera que nuestro pueblo seguirá aceptando la corrupción en tanto no sienta qué tanto le afecta. A pesar de que estudios señalan que la corrupción cuesta al país alrededor del 9% del PIB (dato del Foro Económico Mundial), el ciudadano corriente no siente le afecte su bolsillo.

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Para que se de por aludido personalmente tiene que sentirla precisamente ahí, pero poco a poco se dan las condiciones para que lo sienta.

La economía (el Producto Interno Bruto) crece solo marginalmente, pero si se introduce el factor del crecimiento poblacional ya no es así. El PIB por habitante no ha crecido en lo que va del sexenio y las expectativas no ofrecen esperanzas a corto plazo. El gobierno federal habla de un México imparable debido a las Reformas Constitucionales aprobadas, pero el ciudadano de a pie no ve mejoría, aunque a algunos sí les vaya bien.

Oficialmente el año pasado la inflación cerró en 2.13%, la más baja en décadas. Mes con mes fuimos informados que la inflación bajaba cada vez a menor nivel con lo que aumentaría teóricamente el poder de compra, lo que no ha sucedido. Quizá porque la canasta de compras que suponen INEGI y Banco de México no es la que consume la mayoría de la población, quizá porque la muestra se levanta en lugares escogidos o se ha querido ofrecer cifras más optimistas que las reales. Pero para la familia promedio la inflación rebasa el 7% anual.

Existe el agravante que productos, especialmente industriales pero también agrícolas -como el arroz- dependen del precio del dólar. Ha habido un beneficio evidente para quienes se dedican al turismo y la exportación, pero el que el peso se haya depreciado 20% (de 15 a 18 pesos por dólar) tan sólo en 2015, hará encarecer esos productos hasta en esa proporción, dependiendo de su integración nacional. Compárese los precios del arroz ahora y hace un año, o los que tendrá en los próximos meses.

La población puede tolerar una inflación del 6%, pero no lo hará con una cercana al 20% lo que va a detonar manifestaciones. Orientará sus protestas no sólo al aumento de precios, sino principalmente contra su peor causa: la corrupción. No sería difícil que buscara una reacción a la brasileña.


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