Sheinbaum: Poderosa en el papel, frágil en la realidad

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A poco más de cinco meses de haber asumido la presidencia de México, Claudia Sheinbaum enfrenta una de las coyunturas más complejas de su joven mandato. Aunque juró el cargo con el respaldo histórico del partido oficialista y una mayoría legislativa sin precedentes en décadas, su margen de maniobra se ha visto severamente limitado por dos fuerzas que, aunque opuestas en ideología, ejercen una presión asfixiante sobre su gobierno: por un lado, el aún omnipresente expresidente Andrés Manuel López Obrador; por el otro, la creciente interferencia de la política exterior estadounidense en asuntos internos mexicanos.

La encuesta más reciente de Morning Consult —una de las firmas internacionales más reconocidas— muestra un descenso notable en su aprobación ciudadana: apenas 41% de los mexicanos aprueban su gestión, una caída importante respecto a los primeros meses del sexenio. Este retroceso no es menor. En un contexto de inflación persistente, inseguridad en aumento y tensiones sociales latentes, la percepción de que Sheinbaum gobierna “bajo sombra” ha calado hondo en la opinión pública.

El primer gran poder fáctico al que se enfrenta es, paradójicamente, su propio predecesor. López Obrador, desde su retiro simbólico en Palenque, ha mantenido discretas actuaciones, pero su influencia a través de aliados se deja sentir. Este “presidencialismo en retiro” ha generado una dualidad de poderes que confunde a la ciudadanía y debilita la autoridad presidencial. ¿Quién manda realmente? Muchos actores políticos y funcionarios aún toman decisiones consultando no con la presidenta, sino con el expresidente, lo que erosiona la cadena de mando y la cohesión del proyecto de gobierno.

El segundo frente es más delicado y externo: la presión constante de Estados Unidos. La administración Trump ha intensificado su vigilancia sobre temas como la seguridad fronteriza, el tráfico de armas, el narcotráfico y, recientemente, la reforma eléctrica, la judicial y la política energética. Washington no duda en utilizar tanto incentivos como sanciones para influir en decisiones estratégicas en México. El T-MEC, aunque un tratado comercial, se ha convertido en una herramienta de presión política, al igual que los aranceles. En este escenario, Sheinbaum se encuentra atrapada entre defender la soberanía nacional y mantener una relación funcional con su principal socio comercial. Cualquier paso en falso puede derivar en tensiones comerciales, migratorias o diplomáticas.

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Esta doble presión ha generado una paradoja: Sheinbaum es la presidenta con más respaldo institucional en décadas —controla el Ejecutivo, el Congreso y buena parte del Poder Judicial—, pero su capacidad real de gobernar con autonomía es mínima. Sus decisiones están constantemente mediadas por el factor AMLO o “cómo reaccionaría Washington”. Esa falta de independencia política se traduce en una narrativa de gobierno reactiva más que proactiva, lo que afecta su credibilidad y su capacidad para generar confianza entre inversionistas, aliados internacionales y, sobre todo, la ciudadanía.

Si Sheinbaum no logra consolidar su autoridad en los próximos meses —definiendo claramente su propio rumbo y distanciándose, sin romper, del legado lopezobradorista—, su gobierno corre el riesgo de convertirse en un mero paréntesis entre dos eras: la de la Cuarta Transformación y la de lo que venga después. La historia no perdona a los presidentes que no logran gobernar con plena autonomía, por más respaldo que tengan en papel.

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