En una inesperada reversión discursiva, la presidenta Claudia Sheinbaum ha pasado de minimizar a investigar una movilización ciudadana que apenas días antes calificó como “marginal” y “sin eco real”. Durante su conferencia mañanera del 12 de noviembre de 2025, Sheinbaum anunció que su gobierno ordenará investigar a quienes convocan a la próxima marcha de la Generación Z, acusándolos directamente de ser “operadores de la oposición”. Este giro no solo llama la atención por su abruptez, sino porque contradice abiertamente su postura anterior, en la que aseguraba que dicha convocatoria carecía de relevancia social.
La marcha, impulsada principalmente por jóvenes universitarios y colectivos digitales, busca expresar descontento con la concentración de poder en el Ejecutivo, la falta de transparencia en las decisiones energéticas y la creciente polarización política. A diferencia de movilizaciones históricas como las del 8 de marzo —que Sheinbaum también calificó en su momento como “instrumentalizadas por la derecha”—, esta protesta no está liderada por organizaciones estructuradas ni partidos políticos tradicionales, sino por redes sociales y comunidades autónomas.
Lo inquietante no es tanto la movilización en sí —que hasta ahora no ha reunido multitudes—, sino la reacción del gobierno. La decisión de abrir una investigación administrativa o incluso penal contra los organizadores sugiere una estrategia de deslegitimación previa: en lugar de dialogar o ignorar, el régimen opta por criminalizar el disenso emergente. Esta táctica recuerda episodios del pasado reciente en los que gobiernos autoritarios utilizaron instituciones del Estado para neutralizar críticas antes de que se consolidaran.
Más preocupante aún es el precedente: en marzo de 2024, Sheinbaum cuestionó duramente a participantes de la marcha feminista, alegando que “no representaban a las mujeres trabajadoras” y que estaban “manipuladas por intereses ajenos al bien común”. Ahora, repite el mismo guion con los jóvenes, como si cualquier expresión ciudadana fuera, por definición, una amenaza política si no está alineada con el discurso oficial.
Este enfoque revela una profunda incomodidad con la autonomía ciudadana. El gobierno que se autodenomina “el más de izquierda en la historia” parece incapaz de aceptar que la izquierda también incluye voces críticas, jóvenes y descentralizadas. En lugar de ver en la Generación Z una oportunidad para renovar el diálogo democrático, la percibe como un enemigo a neutralizar.
Además, la prontitud con la que se anunció la investigación —antes de que siquiera se realizara la marcha— demuestra que lo que está en juego no es la seguridad pública, sino el control del relato político. En una era donde la movilización comienza en TikTok y se consolida en Twitter, el poder ya no se disputa solo en las urnas o en los sindicatos, sino en los algoritmos y en los hashtags. Y eso, al parecer, es lo que más teme el oficialismo.
La paradoja es evidente: un gobierno que se proyecta como defensor de los marginados reacciona con sospecha ante los nuevos actores sociales que, precisamente, exigen mayor justicia, transparencia y participación. Si la respuesta del Estado ante el descontento juvenil es la vigilancia en lugar del diálogo, se corre el riesgo de profundizar la brecha entre las instituciones y las nuevas generaciones.
En un contexto donde la confianza en los partidos políticos sigue erosionándose, criminalizar a quienes se organizan fuera de los canales tradicionales no solo es antidemocrático: es contraproducente. Los jóvenes no desaparecerán por ser señalados como “oposición encubierta”; al contrario, podrían radicalizarse y rechazar por completo las instituciones que hoy aún buscan reformar desde dentro.
La pregunta que queda en el aire no es si la marcha tendrá éxito, sino si el gobierno sabrá interpretar el mensaje antes de que sea demasiado tarde.























