El Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) irrumpió en el escenario político mexicano bajo la bandera de la «Cuarta Transformación», un proyecto que prometía erradicar la corrupción, eliminar privilegios y separar el poder económico del político. Sin embargo, un análisis de su conformación actual revela una aparente contradicción: la inclusión de figuras que, en el pasado, habrían sido objeto de las críticas que el partido y su líder, Andrés Manuel López Obrador, dirigían a sus adversarios del PRI y el PAN.
Figuras como Carlos Lomelí, empresario farmacéutico con señalamientos de conflicto de intereses; Tony Flores, ligado a negocios en Jalisco; Armando Guadiana, magnate minero; y Arturo Ávila, empresario con vínculos políticos en Aguascalientes, representan un sector que Morena alguna vez criticó: empresarios que usan la política para ampliar su influencia. Estas incorporaciones sugieren un pragmatismo electoral que prioriza el poder sobre los principios, una práctica que el partido reprobaba en sus adversarios.
La narrativa de Morena se construyó sobre la base de un claro antagonismo hacia las élites políticas y empresariales, a quienes acusaban de lucrar con el poder público. La «mafia del poder» fue una etiqueta recurrente para referirse a aquellos que, desde sus cargos, amasaron fortunas o utilizaron la política como un medio para enriquecerse. No obstante, el partido que enarbolaba estos principios ha abierto sus puertas a perfiles que no se ajustan a su discurso inicial.
Casos emblemáticos
Un caso representativo es el de Carlos Lomelí, un empresario farmacéutico con una fortuna considerable, quien ha ocupado diversos cargos dentro de Morena. Su trayectoria como hombre de negocios y político genera un debate sobre la coherencia del movimiento. Similarmente, Antonio «Tony» Flores, un diputado de Coahuila y empresario del sector de la energía, ha sido señalado por presumir de lujos y una colección de autos de alta gama, en marcado contraste con la imagen de austeridad promovida por el partido.
Otro ejemplo es el de Armando Guadiana, empresario del carbón, quien fue senador y candidato a la gubernatura de Coahuila por Morena hasta su fallecimiento en 2023. Su pasado empresarial y sus negocios con la Comisión Federal de Electricidad (CFE) también generaron cuestionamientos sobre si el partido estaba realmente separando el poder económico del político o simplemente asimilando nuevas élites. Arturo Ávila, un empresario del ramo de seguridad y diputado federal de Morena, también ha sido objeto de críticas por sus millonarias propiedades y contratos con gobiernos, incluyendo los que el mismo partido ha llamado «del PRIAN», una contradicción con el discurso inicial del partido.
A estos perfiles empresariales se suman líderes sindicales con una larga trayectoria y considerables fortunas, como Pedro Haces y Napoleón Gómez Urrutia. Haces, líder de la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM), y Gómez Urrutia, al frente del Sindicato Minero, han sido figuras polémicas por su riqueza y el poder que ejercen en el ámbito laboral. Su incorporación y el papel que desempeñan en Morena contradicen la crítica que el movimiento solía hacer al «charrismo sindical» y a los líderes que se enriquecían a costa de los trabajadores.
Finalmente, el caso de Manuel Bartlett, actual director de la CFE, representa uno de los mayores desafíos a la narrativa de Morena. Bartlett, una figura con una extensa trayectoria en el PRI, fue acusado en el pasado de diversas irregularidades y su fortuna inmobiliaria ha sido objeto de investigaciones periodísticas. A pesar de estas controversias, ha sido un aliado clave para el actual gobierno, lo que ha puesto en evidencia que la crítica a los políticos «enriquecidos» parece aplicar solo a los adversarios, no a los aliados.
Estas contradicciones no son nuevas. Desde su fundación, Morena ha sido un partido de amplias coaliciones, acogiendo a exmilitantes del PRI y el PAN para consolidar su hegemonía. Si bien esta estrategia le permitió ganar elecciones en 2018 y 2024, también ha generado tensiones internas. Miembros de base critican que el partido se aleje de su origen como movimiento popular, mientras que la incorporación de figuras controvertidas alimenta percepciones de oportunismo político.
Esta mezcla de perfiles, que incluye empresarios, sindicalistas y políticos de la «vieja guardia» con fortunas notables, sugiere que el pragmatismo político ha prevalecido sobre los principios ideológicos. La promesa de una purificación de la clase política se enfrenta a una realidad en la que la lealtad y el capital político parecen ser más valorados que la congruencia ideológica. Esto obliga a un análisis profundo sobre si Morena ha logrado la «transformación» que prometió o si, por el contrario, ha replicado viejas prácticas bajo un nuevo ropaje. El resultado es un partido heterogéneo donde coexisten visiones y orígenes dispares, lo que pone a prueba su cohesión interna y, más importante, la credibilidad de su discurso ante la sociedad mexicana.
El desafío para Morena es claro: mantener su legitimidad como fuerza transformadora mientras lidia con las presiones de gobernar un país complejo. La inclusión de personajes cuestionados puede ser vista como una estrategia pragmática para ganar elecciones, pero arriesga alienar a su base y debilitar su narrativa moral. Para evitar convertirse en lo que alguna vez combatió, Morena debe priorizar la transparencia y rendición de cuentas, asegurando que sus líderes reflejen los valores que prometió defender.
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