El reciente asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, ha desatado una ola de reacciones en el ámbito político y social mexicano, evidenciando una vez más las tensiones que surgen en medio de la crisis de seguridad que azota al país. En este contexto, el partido Morena, que actualmente gobierna a nivel federal, ha sido objeto de críticas por parte de diversas voces que reconocen la inacción del gobierno en la lucha contra el crimen organizado. Sin embargo, la respuesta de algunos morenistas ha sido acusar a quienes critican la respuesta del gobierno de “carroñeros”, lo que revela la complejidad de la situación y la hipocresía que a menudo permea el discurso político en México.
El caso de Carlos Manzo no es un evento aislado; forma parte de un patrón más amplio de violencia que ha afectado a funcionarios públicos de todos los niveles. Manzo, conocido por su valentía al denunciar las actividades del crimen organizado, fue un símbolo de los desafíos a los que se enfrentan los políticos en regiones azotadas por la violencia. Su asesinato alza la voz sobre la creciente inseguridad y la capacidad del crimen organizado para influir en la política municipal. Sin embargo, en lugar de abordar esta cuestión de manera constructiva, algunos miembros de Morena decidieron desviar el enfoque hacia aquellos que cuestionan las políticas de seguridad del gobierno, sugiriendo que estos comentarios son simplemente intentos de politizar un crimen.
Esta acusación de “carroñerismo” por parte de los morenistas resulta curiosamente irónica, ya que a lo largo de los últimos años, sus mismos líderes han sido contundentes en politizar sucesos trágicos para criticar a adversarios políticos. Ejemplos claros incluyen la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014 y la crítica a las numerosas muertes provocadas por el narcotráfico en sexenios pasados. En esas ocasiones, los miembros de Morena se alinearon para utilizar las tragedias como una herramienta política para desacreditar a los gobiernos del Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
El desenfreno de acusaciones de doble moral se convierte en un elemento crucial para comprender el actual paisaje político. La polarización en México ha alcanzado niveles preocupantes, donde temas esenciales como la seguridad y el bienestar de la ciudadanía se ven manipulados para ganar puntos políticos. Esta retórica no solo desvirtúa el significado de la tragedia colectiva sino que también da sustento a un ciclo continuo de desconfianza entre el gobierno y la ciudadanía.
A medida que la crisis de seguridad persiste, el costo de esta hipocresía política es notable. La incapacidad de las autoridades para proporcionar respuestas efectivas a los problemas de violencia no solo amenaza la vida de los ciudadanos, sino que también deforma la razón de ser de la política, que debería centrarse en servir al pueblo y garantizar su seguridad. En lugar de unirse en la búsqueda de soluciones, el debate se convierte en un espectáculo en el que se privilegian intereses partidistas sobre el bien común.
En este sentido, es fundamental que las voces críticas no sean silenciadas ni menospreciadas. La apertura al debate y la disposición a escuchar y reflexionar sobre las evidencias de inacción son pasos necesarios hacia un cambio verdadero en la política mexicana. Las tragedias como la de Carlos Manzo deben ser un catalizador para la acción, no un pretexto para políticas de confrontación. La política, en su mejor forma, debería ser una herramienta para la justicia y el progreso social, no un campo de batalla para reclamos meramente ideológicos.

























