Intervención de EE. UU. contra cárteles mexicanos: ¿Solución o Invasión?

El debate sobre una posible intervención militar de Estados Unidos en México para combatir a los cárteles del narcotráfico representa uno de los dilemas políticos y sociales más complejos y polarizantes del país. En el centro de esta discusión se encuentra una profunda división entre la defensa de la soberanía nacional, pilar histórico del Estado mexicano, y la cruda realidad de la violencia criminal que azota a vastas zonas del territorio, alimentando la desesperación de una población que se siente desamparada.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha adoptado una postura firme y categórica, en línea con el discurso nacionalista que ha caracterizado al oficialismo en los últimos años. Su mensaje es claro y contundente: ningún soldado estadounidense pondrá un pie en suelo mexicano. Esta posición no solo responde a un imperativo constitucional y de derecho internacional, sino que también apela a una sensibilidad histórica y cultural en México, donde la memoria de intervenciones extranjeras es una herida que sigue abierta. La mandataria ha reiterado su compromiso con la colaboración y la coordinación binacional, pero siempre bajo el principio innegociable de la soberanía. Ante propuestas o amenazas de designar a los cárteles como organizaciones terroristas o de utilizar la fuerza, la respuesta oficial ha sido una defensa de la capacidad del Estado mexicano para manejar sus propios asuntos de seguridad, aunque reconociendo la necesidad de trabajar de forma conjunta en temas como el tráfico de armas y el fentanilo.

Sin embargo, esta postura choca con el sentir de una parte de la sociedad mexicana. En estados y municipios donde la presencia del crimen organizado es una fuerza paralela al Estado, donde la extorsión, los secuestros y los enfrentamientos armados son parte de la vida cotidiana, la retórica nacionalista pierde fuerza. Para muchos ciudadanos que sufren directamente la violencia y la impunidad, la idea de una intervención militar de Estados Unidos, por controvertida que sea, se presenta como una opción pragmática e incluso deseable. Esta percepción surge de una profunda crisis de confianza en las instituciones de seguridad y justicia mexicanas, percibidas como ineficaces, rebasadas o incluso coludidas con los criminales. Para estas víctimas, la promesa de seguridad y el cumplimiento de la ley por parte de sus propias autoridades no se ha materializado, y la soberanía se convierte en un concepto abstracto frente a la amenaza tangible de la violencia.

En las calles de México, donde la violencia de los cárteles como el de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación deja miles de muertos y desaparecidos, la perspectiva es distinta. En redes sociales, usuarios como @art1llero reflejan un sentir de frustración: “México enfrenta un abismo; los cárteles controlan regiones enteras”. Muchos ciudadanos, especialmente en zonas asediadas por el narco, ven con escepticismo la capacidad del gobierno para combatir el crimen organizado. La estrategia de “abrazos, no balazos” de López Obrador fue criticada por su ineficacia, y aunque Sheinbaum ha intensificado operativos militares, con una reducción del 15% en homicidios entre octubre de 2024 y febrero de 2025, la violencia persiste. La percepción de que las autoridades mexicanas son incapaces o están coludidas con los cárteles alimenta el apoyo a una intervención extranjera entre algunos sectores.

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Por otro lado, la intervención estadounidense genera temores. Analistas como Ioan Grillo advierten que acciones unilaterales, como ataques con drones, podrían provocar una crisis diplomática y víctimas civiles sin desmantelar las redes criminales, que emplean a unas 180,000 personas. En X, @elnuevografico alertó sobre un ultimátum del Pentágono, sugiriendo que la colusión entre cárteles y autoridades mexicanas podría justificar acciones estadounidenses. Sheinbaum ha contraatacado, señalando que Estados Unidos debe abordar su propio rol en el tráfico de armas y el consumo de drogas, como el fentanilo, que mata a miles de estadounidenses anualmente.

El análisis de esta coyuntura revela una dualidad crítica. Por un lado, la intervención extranjera, en cualquier forma, conllevaría un riesgo inmenso para la estabilidad política de México y sentaría un precedente peligroso en las relaciones internacionales. Podría escalar la violencia, desdibujar la responsabilidad del Estado mexicano y generar un resentimiento popular que a largo plazo sería insostenible. Por otro lado, ignorar la desesperación de los ciudadanos que anhelan una solución al problema de la inseguridad es insostenible. El debate no es solo sobre geopolítica; es sobre la legitimidad del Estado para cumplir con su función más básica: garantizar la seguridad y la paz de sus ciudadanos. El desafío para el gobierno de Sheinbaum será reconciliar la defensa de la soberanía con la urgente necesidad de restaurar la paz en el país, demostrando que la colaboración bilateral no es incompatible con una estrategia de seguridad nacional efectiva y respaldada por la confianza de su propia gente.

El dilema es complejo: mientras el nacionalismo de Sheinbaum busca proteger la autonomía, la desesperación ciudadana clama por soluciones efectivas. La intervención extranjera podría ser vista como una solución temporal, pero a costa de la soberanía y con riesgos de escalada. Por ahora, México refuerza su frontera con 10,000 efectivos y apuesta por reformas internas, pero el debate sigue abierto: ¿cooperación o invasión?


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