Un minúsculo grupo provoca disturbios una vez finalizada la multitudinaria manifestación por la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa
“Por su culpa nos van a llamar violentos. Ellos son mierda, pero nosotros no. ¡Atrás, atrás!”, gritó Damián Mendoza, uno de los manifestantes a los encapuchados, unos cincuenta que se empeñaron en atacar al Palacio Nacional de México. “¡Atrás! ¡Atrás! Tú no eres un asesino, tú no eres un cobarde”, le espetó a un desconocido que cargaba un cóctel molotov, intentó mediar. Pero fue inútil. Un minúsculo grupo de violentos manchó, la noche del jueves, una de las mayores protestas pacíficas que ha visto México en los últimos años.
Las protestas del 20 de noviembre de 2014, convocadas por la indignación causada por la matanza de Iguala, que dejó al menos seis muertos y 43 estudiantes desaparecidos, egresados de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Por más de cuatro horas se habían mantenido sin ningún disturbio grave (e incluso, por momentos, tuvieron un toque de verbena), se mancharon por el enfrentamiento de un grupo de jóvenes, que se dedicaron a lanzar petardos contra las vallas colocadas por el Gobierno para proteger el edificio oficial, donde despacha el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto.
La manifestación, para la mayoría de los miles que asistieron, había terminado. Pero la llamada de que el grupúsculo de violentos, que no rebasaba unas pocas decenas, mantenía el empeño de manchar la protesta cambió el escenario. “Los petardos llevan unos 40 minutos”, contaba uno de los testigos. Hacia las nueve de la noche, cuando el padre de uno de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala despedía la manifestación, sonaron los primeros cohetones. La mayoría de los asistentes se habían comenzado a retirar.
Pero un contingente final se quedó. De esos cientos de personas, unas decenas se empeñaron en provocar a la policía antidisturbios (a cuyos miembros, en México, se les llama granaderos) durante más de media hora, pese a que los gritos de la mayoría exigía, al unísono: “¡No violencia! ¡No violencia!”.
Cuando la cincuentena de atacantes se acercó a las puertas de Palacio Nacional, vino el grito de Damián, y muy poco después, las cargas. Unos 500 policías antidisturbios rodearon a los que todavía quedaban en el Zócalo de la Ciudad de México, cerraron los accesos a la plaza principal de la capital mexicana y detuvieron al menos a uno de los manifestantes.
El mayor reclamo de la protesta había sido la actuación judicial para resolver el caso de la matanza de Iguala, que dejó al menos seis muertos y 43 estudiantes que, según una teoría del Gobierno mexicano, fueron salvajemente asesinados por un grupo vinculado a la alcaldía de Iguala. Los restos que les llevaron a tal conclusión, no obstante, están en tan mal estado que la Procuraduría (Fiscalía) mexicana mantiene a los 43 estudiantes de magisterio como “desaparecidos”. La desconfianza en las autoridades es inmensa: en México, el 98% de los crímenes queda impune.
El reciente escándalo que involucra a la esposa del presidente, la ex actriz Angélica Rivera, como propietaria de una lujosa mansión que le habría vendido la filial de una compañía que ha conseguido millonarios contratos gubernamentales (grupo Higa), desvelado la semana pasada, también protagonizó varias de las arengas.
Pero, aun así, la protesta se había mantenido pacífica. Un dato significativo para un país que no está acostumbrado a las movilizaciones masivas sin la bandera de un partido político. Las familias, los niños, los perros, los vendedores de maíz y botanas, de tacos y los grupos de música que habían ocupado la plaza hacía solo unos minutos quedaron atrás. La noche la cerraron los disturbios de un minúsculo grupo de violentos, la abrupta aparición de cientos de antidisturbios y el grito de Damián Mendoza, el manifestante que intentó hacer entrar en razón al grupo que buscaron una vía violenta y que desató las cargas de los antidisturbios: “Por su culpa nos van a llamar violentos. ¡Atrás, atrás!”.
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