El reciente asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, a manos de un joven sicario de tan solo 17 años, ha puesto de manifiesto una problemática alarmante en México: la atracción que la delincuencia ejerce sobre un sector significativo de la juventud. Este fenómeno no puede ser explicado únicamente a través de la pobreza o la falta de oportunidades, factores que, aunque relevantes, no abarcan toda la complejidad del problema.
En el contexto actual, los jóvenes no solo se ven atraídos por la promesa de dinero que ofrecen las organizaciones delictivas; en muchos casos, buscan un sentido de pertenencia, una identidad que parece ausente en sus vidas cotidianas. Los cárteles de la droga han logrado posicionarse en el imaginario colectivo como modelos aspiracionales, un estatus que resulta tentador para aquellos que carecen de un camino claro hacia la adultez. Esta es una de las claves para entender la motivación detrás de actos tan violentos y peligrosos.
Los programas sociales implementados en México, dirigidos a combatir la pobreza y ofrecer alternativas a los jóvenes en riesgo, han demostrado ser insuficientes para erradicar este fenómeno. A pesar de los esfuerzos por parte del gobierno, muchos jóvenes continúan siendo absorbidos por la delincuencia, lo que sugiere que la pobreza no es el único motor de esta problemática. En su análisis «Las otras víctimas de los asesinatos», publicado por México Evalúa, Armando Vargas argumenta que la marginación social y la falta de oportunidades laborales están estrechamente ligadas a la cultura de la delincuencia que permea en varios sectores, pero también enfatiza que las propuestas de solución deben ir más allá de la mera asistencia económica.
Los jóvenes que se unen a los cárteles suelen provenir de contextos familiares desestructurados, donde la ausencia de una figura paterna, la violencia intrafamiliar o la falta de apoyo emocional son comunes. En este entramado social, la delincuencia se convierte en una alternativa viable, una vía rápida hacia el reconocimiento y la validación social que estos jóvenes no encuentran en otros ámbitos. La vida delictiva, adornada con un halo de poder e invulnerabilidad, es promocionada en medios y redes sociales, generando una percepción distorsionada de lo que significa alcanzar el éxito.
Las redes sociales también juegan un papel crucial en la construcción de estos mitos. A través de plataformas digitales, los jóvenes se ven expuestos a glorificaciones de la vida del narcotraficante, donde el lujo, la adrenalina y el poder parecen ser alcanzables. Esta exposición a narrativas glorificadoras, que trivializan la violencia y romantizan la figura del criminal, asegura que la delincuencia se vea como algo deseable. Así, en lugar de ser redes de protección y apoyo, las comunidades a menudo se convierten en campos de batalla donde la lealtad y el respeto son medidos por la violencia.
Además, se debe considerar el papel de la educación en este ciclo de violencia. No solo se trata de acceso a educación, también es crucial la calidad y la relevancia de los contenidos educativos. Muchos jóvenes se sienten desilusionados con un sistema que parece no valorar su potencial y no les ofrece herramientas para desarrollarse en un entorno competitivo. En este sentido, la delincuencia se presenta como una alternativa a un futuro incierto.
Para abordar la problemática de la violencia juvenil en México es fundamental implementar soluciones integrales que reviertan esta percepción. Es necesario fomentar un enfoque multidimensional que considere la inclusión social, el acceso a una educación de calidad, y la promoción de modelos alternativos a seguir que no estén vinculados al crimen organizado. Solo con un esfuerzo conjunto de la sociedad, el gobierno y las instituciones educativas será posible revertir esta tendencia y ofrecer a nuestros jóvenes una razón real para optar por un futuro fuera de la criminalidad.






































