Hay estrategias políticas que no requieren atribuirse frases inventadas; basta con revisar la historia para reconocer su origen. Lenin no necesitó decir literalmente aquello de “controlar a la oposición guiándola desde dentro”; lo que escribió en ¿Qué hacer? y Un paso adelante, dos pasos atrás es incluso más inquietante: la oposición, para un régimen astuto, no debe ser destruida, sino conducida, estructurada y moldeada hasta que termine actuando, sin advertirlo, como un engrane más dentro de la maquinaria del poder.
Eso no solo es teoría revolucionaria: es doctrina de manipulación política. Una que, por desgracia, México está repitiendo con puntualidad de relojero.
Hoy el país vive bajo una lógica que sería ingenuo llamar casual. La 4T —y ahora Claudia Sheinbaum, como heredera aplicada de este proyecto— ha encontrado en la división social la herramienta más eficaz para avanzar sin contrapesos. Jóvenes contra adultos mayores, mujeres contra hombres, pobres contra “privilegiados”, “pueblo bueno” contra “enemigos internos”: la estrategia no solo es deliberada, es la estructura misma del gobierno. Porque un pueblo peleado no mira hacia arriba, y un pueblo que no mira hacia arriba no distingue a su verdadero adversario.
No estamos frente a ocurrencias aisladas. Estamos ante un método probado, importado con precisión, casi con devoción, desde las experiencias que destruyeron a otras naciones: Cuba, Nicaragua y Venezuela. Primero una división moral, luego una división política, después una división económica, y finalmente una división emocional tan profunda que la sociedad queda incapacitada para defenderse.
Cuba diseñó el método.
Los Castro entendieron que no existe control más absoluto que aquel que divide a un pueblo entre “revolucionarios” y “gusanos”. La crítica dejó de ser una voz y se convirtió en un delito moral; la duda se transformó en traición.
Nicaragua lo perfeccionó.
Ortega y Murillo demostraron que la represión puede disfrazarse de legalidad, que la persecución puede justificarse en nombre del “bien común” y que una oposición fracturada es el mejor aliado del despotismo.
Venezuela lo convirtió en exportación.
Chávez, y después Maduro, elevaron la división a política pública: la enemistad se volvió liturgia nacional. Y cuando la sociedad estuvo lo suficientemente rota, el régimen se atrevió a lo impensable.
Un ejemplo reciente —y brutal— ilustra lo que ocurre cuando un país renuncia al Estado de derecho:
Una médica venezolana, Marggie Orozco, de 65 años, fue condenada a 30 años de prisión por enviar un audio de WhatsApp criticando al régimen. Las organizaciones de derechos humanos confirmaron el absurdo: “traición a la patria, incitación al odio, conspiración”.
Treinta años por un mensaje. Treinta años por opinar.
Así luce un país donde la división social ha sustituido a la justicia.
México y el Plan Sheinbaum: el mismo manual, con otra portada
Sheinbaum no improvisa. Ejecuta con disciplina el modelo que sus antecesores ideológicos perfeccionaron durante décadas. Y los pasos, lamentablemente, están claros:
1. Debilitar al Poder Judicial hasta volverlo ornamental
Se ataca, no para reformarlo, sino para sustituirlo por lealtad política. Sin jueces independientes, toda crítica se vuelve delito y toda disidencia, conspiración.
2. Transformar las elecciones en rituales, no en decisiones
No se busca eliminar al INE; es más eficaz domesticarlo. Una autoridad electoral dócil convierte la democracia en trámite administrativo.
3. Convertir la crítica en delito moral
Así empieza todo: no con cárcel, sino con estigmas. Primero “traidor”, luego “enemigo del pueblo”, después “incitador al odio”.
Y cuando el terreno emocional está listo, el salto a la criminalización es solo cuestión de tiempo.
4. Dependencia económica como herramienta de control
No se reparte bienestar, se reparte obediencia. Si la sobrevivencia depende del gobierno, la libertad se vuelve un lujo impracticable.
5. Aplicar la doctrina leninista del control de la oposición
La oposición mexicana, dividida, entrampada en disputas internas, obsesionada con destruirse entre sí, está caminando exactamente hacia donde el poder quiere que camine.
Y lo más trágico: cree que está resistiendo, cuando en realidad se está alineando al guion oficial.
Lenin estaría orgulloso.
6. Cerrar espacios sin necesidad de balas
No hace falta reprimir con tanques; basta con auditorías selectivas, amenazas burocráticas, difamación sistémica y controles administrativos que silencian a cualquiera sin disparar un solo cartucho.
¿Suena exagerado? Veamos la realidad.
Mientras México se desgasta discutiendo si los jóvenes tienen razón o si los adultos mayores son retrógradas, si el feminismo radical tiene sentido o si el “pueblo bueno” merece privilegios especiales, el gobierno avanza cuidadosamente hacia un modelo en el que la división ya no es un efecto colateral: es la herramienta central del poder.
El país entero está atrapado en el conflicto que el propio gobierno diseña cada mañana. Y mientras la sociedad se desangra en debates identitarios, el poder se fortalece, se blinda y se replica, exactamente como ocurrió en Caracas, Managua y La Habana.
El día que en México se condene a alguien por un mensaje, como sucedió con la doctora Orozco, muchos dirán: “¿Cómo fue posible llegar hasta aquí?”
Pero la respuesta será dolorosamente simple: porque estuvimos demasiado ocupados peleando entre nosotros como para ver quién nos estaba guiando hacia el precipicio.




































