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Políticos que derrochan, lucran y buscan el poder eterno, ¿cómo acabar con esto?

El fenómeno de la corrupción política, que se manifiesta en el enriquecimiento ilícito, los lujos ostentosos y la perpetuación en el poder, es un desafío estructural que socava la confianza en las instituciones y debilita la democracia. La percepción de que la política es un medio para el beneficio personal en lugar de un servicio público ha generado una profunda desafección ciudadana. Abordar este problema requiere un enfoque multifacético que combine la prevención, la fiscalización y la sanción.

La política mexicana, lejos de ser un servicio público, se ha convertido en un negocio jugoso para unos pocos. Los viajes de lujo, mansiones, relojes de diseñador y compras ostentosas que no encajan con los sueldos de servidores públicos son el pan de cada día. Este fenómeno, alimentado por la ambición de perpetuarse en el poder, genera abusos y una casta política que se aferra al hueso como si no hubiera mañana. ¿Cómo ponerle fin a esta fiesta de excesos y ambición desmedida? Analicemos el problema y posibles soluciones.

El primer ingrediente de este coctel es el lucro desmedido. Los sueldos de los políticos, aunque altos para el promedio mexicano, no explican los excesos. Según datos de la Secretaría de la Función Pública, un diputado federal gana alrededor de 75,000 pesos mensuales, pero sus estilos de vida sugieren ingresos mucho mayores. Las redes sociales están llenas de ejemplos: desde el legislador que presume su Rolex hasta el funcionario que vacaciona en Dubái. Esto apunta a una red de corrupción que incluye sobornos, contratos inflados o negocios opacos. La falta de fiscalización efectiva permite que el dinero fluya sin rendición de cuentas.

El segundo factor es la adicción al poder. La “carrera política” se ha transformado en una escalera sin fin donde el objetivo no es servir, sino mantenerse en el reflector. Políticos saltan de un cargo a otro, acumulando privilegios y redes de influencia. Esta ambición perpetúa un sistema donde los puestos públicos son botín, no responsabilidad. La reelección, aunque limitada en México, y las alianzas partidistas facilitan que los mismos nombres se reciclen, bloqueando sangre nueva y perpetuando prácticas corruptas.

Transparencia y rendición de cuentas

Una de las principales vías para combatir el enriquecimiento indebido es a través de una mayor transparencia y rendición de cuentas. La opacidad es el terreno fértil de la corrupción. Implementar mecanismos más robustos de fiscalización sobre las declaraciones patrimoniales y de intereses de los funcionarios públicos es fundamental. Estos mecanismos deben ser efectivos, de acceso público y con una capacidad de investigación real. La tecnología ofrece herramientas valiosas, como bitácoras electrónicas y sistemas digitales, que dejan un rastro de las transacciones y decisiones, dificultando las conductas ilícitas.

Otro pilar crucial es el fortalecimiento de los órganos de control y la independencia judicial. Para que las investigaciones prosperen, las fiscalías y los jueces deben operar sin presiones políticas. La autonomía de estos entes es vital para garantizar que las denuncias, ya sean de la ciudadanía o de otros funcionarios, se tramiten de manera imparcial y se impongan sanciones justas. Las penas por enriquecimiento ilícito, malversación de fondos y otros delitos relacionados deben ser lo suficientemente severas para actuar como un verdadero disuasivo, incluyendo la inhabilitación para ocupar cargos públicos y el decomiso de los bienes adquiridos de forma ilegal.

En cuanto a la perpetuación en el poder, que a menudo está vinculada a la protección de redes de corrupción, es esencial revisar los contrapesos institucionales y las normativas electorales. La limitación de la reelección, especialmente en cargos de alto poder, es una medida ampliamente discutida y, en muchos contextos, implementada para evitar el caudillismo y la concentración de poder. La alternancia en el poder promueve la competencia democrática, el pluralismo político y evita que un grupo de élite se aferre al control de los recursos y las instituciones del Estado.

El antidoto

Para romper este ciclo, se necesitan medidas estructurales. Primero, fortalecer la transparencia y rendición de cuentas. La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) debe investigar activamente el enriquecimiento ilícito, con auditorías públicas y sanciones ejemplares. Segundo, limitar el acceso al poder mediante reformas que impidan el “chapulineo” político, como prohibir que un funcionario electo salte a otro cargo sin un periodo de espera. Tercero, reducir los incentivos económicos de la política: bajar sueldos y eliminar privilegios como seguros privados o bonos discrecionales. Cuarto, fomentar la participación ciudadana con mecanismos como plebiscitos y revocación de mandato efectiva, no simulada, para que los ciudadanos puedan castigar a los abusivos.

Sin embargo, el cambio no solo depende de leyes. La sociedad debe exigir estándares éticos más altos y rechazar la normalización de la ostentación. Las redes sociales, donde se viralizan los excesos, pueden ser una herramienta para presionar, pero también para educar. Si los ciudadanos premian la austeridad y castigan la corrupción en las urnas, los políticos tendrán menos incentivos para lucrar. Terminar con esta casta requiere un esfuerzo conjunto: instituciones fuertes, leyes claras y una ciudadanía vigilante que no tolere más excesos.

Finalmente, la participación ciudadana activa es un contrapeso invaluable. Las denuncias ciudadanas y la fiscalización social son esenciales para detectar y exponer actos de corrupción. Promover plataformas de alerta anónima y proteger a los denunciantes son medidas que empoderan a la sociedad para ser un actor clave en la lucha contra la impunidad. La cultura de la legalidad y la exigencia cívica son el motor que puede impulsar las reformas necesarias para construir una clase política más honesta y comprometida con el bienestar colectivo.

En resumen, poner fin al lucro en la política no es una tarea sencilla, pero es posible. Requiere una combinación de voluntad política, reformas legales, fortalecimiento institucional, y una sociedad vigilante y empoderada. La batalla contra la corrupción se gana día a día, con pequeñas y grandes acciones que reafirman el principio de que el servicio público es, ante todo, un acto de responsabilidad y no un negocio personal.


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