México huele a miedo. Pero no al miedo del pueblo, sino al miedo del poder.
Un poder que ya no gobierna: administra el caos, reparte culpas, fabrica enemigos y —cuando todo se le cae encima— inventa una tragedia nueva para distraer al país.
La muerte del alcalde Carlos Manzo, ejecutado en público, frente a su gente, en un evento oficial y con escoltas federales a su alrededor, es la muestra viva de que el Estado mexicano está podrido hasta el tuétano.
¿Dónde estaban los guardias, los servicios de inteligencia, las cámaras, los retenes?
¿Cómo puede un sicario acercarse tanto a un presidente municipal vigilado por la Guardia Nacional?
No fue un descuido, fue un mensaje. Un mensaje de impunidad, de sumisión, de colusión.
Mientras Michoacán arde y los alcaldes mueren a la vista de todos, la Presidencia busca una nueva cortina de humo.
La historia ya la conocemos: un “atentado”, una “amenaza”, un “complot” contra el líder o la lideresa.
La política del espectáculo, el teatro del poder.
El viejo truco de los regímenes desesperados: convertir el miedo en propaganda.
Un país gobernado por la manipulación
Cada vez que la violencia los rebasa, el gobierno se inventa una “crisis alternativa”.
Un conflicto diplomático con Perú, un pleito con Estados Unidos, un nuevo enemigo imaginario que sirva para tapar la vergüenza del fracaso interno.
Hoy, mientras el país se desangra, el discurso oficial habla de soberanía, de conspiraciones extranjeras y de ataques al movimiento.
Pura basura ideológica para esconder que no controlan ni una sola calle fuera de Palacio Nacional.
Y si algo han aprendido de sus mentores —Chávez, Maduro, Castro— es que un atentado, real o inventado, es una mina de oro política.
Un atentado cambia la conversación, convierte al líder en víctima y al pueblo en cómplice.
Se cierran filas, se suspende la crítica, se invoca la “unidad nacional” y el poder se fortalece sobre la emoción colectiva del miedo.
El régimen se lava las manos mientras el país se hunde.
El atentado perfecto: cuando el crimen y el poder se confunden
No hay forma más eficaz de limpiar la imagen de un gobierno que presentarse como víctima de sus propios monstruos.
El crimen organizado sirve de enemigo ideal, pero también de aliado funcional: permite justificar lo injustificable.
¿Falla del Estado? No, “ataque al Estado”.
¿Corrupción? No, “guerra sucia”.
¿Impunidad? No, “venganza política”.
Y así, una sociedad anestesiada se traga el cuento del atentado, de la conjura, del peligro inminente.
Los medios alineados se encargan de amplificar la narrativa oficial, de adornarla con drama y patriotismo barato.
El pueblo llora al líder, lo defiende, y olvida —otra vez— que la violencia que los mata viene del mismo sistema que dice protegerlos.
Porque en México ya no hay diferencia entre el crimen y el poder.
Uno dispara, el otro encubre.
Uno mata, el otro manipula.
Y ambos viven del miedo.
La pregunta que nadie quiere hacer
¿Y si el supuesto atentado no fue más que una escenografía?
¿Y si la balacera, el susto o la explosión son parte del guion del poder?
¿Y si lo que vemos no es un ataque, sino un acto?
En un país donde los alcaldes son asesinados y los gobernadores pactan con cárteles, todo simulacro es posible.
México, rehén del teatro político
Ya no es la política del pueblo.
Es la política del miedo.
El poder gobierna con rumores, con shows, con lágrimas ensayadas.
Cada crisis se convierte en oportunidad para perpetuar el control y desviar la mirada de lo que de verdad importa: los muertos, los desaparecidos, la impunidad absoluta.
México no necesita otro drama oficial, ni otro falso héroe.
Necesita verdad, justicia y dignidad.
Y sobre todo, necesita que alguien tenga el valor de decir en voz alta lo que muchos piensan en silencio:
“Si el gobierno quiere hacernos creer que vive bajo ataque, que empiece por explicar por qué los únicos que mueren son los ciudadanos y no los culpables”.
@EnriqueDavilaV



























